Un río cristalino y turquesa se desbordó con el paso de las tormentas Eta y Iota. Sus aguas inundaron la aldea y ahogaron las siembras de cardamomo, su mayor fuente de ingresos. Cerro Azul, en la Zona Reina, Quiché, se convirtió en un valle gris al que, seis meses después de las tormentas, sus pobladores temen volver. Algunos decidieron migrar.


Después de las tormentas Cerro Azul from Agencia Ocote on Vimeo.

Las montañas, enormes, amurallan este valle grisáceo. Lo que fue una tierra fértil para el cardamomo, pastizales para ganado y árboles frutales, hoy es una sábana de ceniza. El río Azul se desbordó con las tormentas Eta y Iota.

—Hasta acá subió mi ganado —dice Lázaro Yat Choc, de 42 años, mientras camina sobre una colina desde donde se observa la llanura descolorida.

En la cúspide hay un árbol de unos diez metros de alto. Es uno de los pocos que mantiene el verde de sus hojas. La crecida del río Azul no lo alcanzó, pero destruyó el resto de la meseta.

En esa área destruida de 5.8 kilómetros cuadrados, equivalentes a 812 canchas de fútbol, estaban los cultivos de cardamomo, maíz y frijol de Lázaro. También los pastizales para sus 12 reses. Los huracanes hicieron que el río se desbordara y dejara anegados los campos por dos meses.

Vista aérea del río Azul, en la comunidad de Cerro Azul. Fotografía: Carlos Alonzo.

Lázaro Yat es el alcalde auxiliar de Cerro Azul, una de las 88 aldeas que conforman la región conocida como Zona Reina en Uspantán, un municipio del departamento de Quiché, en el occidente guatemalteco.

En la comunidad, con calles de tierra y sin energía eléctrica, viven 98 familias q’eqchíes. Sus casas son de tablones de madera y láminas de metal.  Un sistema de tuberías lleva agua del río a los hogares.

Un puente sobre el río Azul. Fotografía: Carlos Alonzo.

Llegar hasta Cerro Azul supone un viaje de unos 325 kilómetros desde la Ciudad de Guatemala que, en vehículo, puede durar hasta 14 horas. El trayecto empieza a complicarse después de pasar Uspantán, que está a unas seis horas de la aldea. La carretera, que serpentea en lo más alto de las montañas de la sierra de los Cuchumatanes, usualmente está cubierta por una neblina espesa. Hoy, maquinaria pesada la asfalta por primera vez.

—Las mías son unas 70 tareas afectadas en total —explica Lázaro Yat esta mañana lluviosa de marzo. Las familias venden el cardamomo a comerciantes que llegan de Alta Verapaz. Cada libra sale (salía) entre Q5 y Q10 (US$0.65 y US$1.3).

Una tarea equivale a 402 metros cuadrados. Así que las inundaciones acabaron con 28 mil metros cuadrados de los cultivos de Lázaro. Es casi el doble de espacio que ocupa el Parque Central de la Ciudad de Guatemala.

Desde esta cima, Lázaro Yat contempla todo el valle que estuvo sumergido. Sus vacas se refugiaron acá y él sólo pudo llegar a ellas con un cayuco.

El valle visto a través de imágenes satelitales con el paso de los meses.

Lázaro contrató a ocho hombres para que lo ayudaran en el rescate de las reses. Salieron, obligadas, con el agua hasta el cuello. Una por una fueron jaladas con lazos por los muchachos, que navegaban en una canoa de plástico.

—Todo esto era como ver el lago de Atitlán —dice Gonzalo Coc, un profesor de secundaria que vive en la comunidad Nápoles, a una hora de Cerro Azul. Él fue uno de los que trajo alimentos a la aldea cuando se quedaron bajo el agua en noviembre. Hoy acompaña a Lázaro por la llanura.

Lázaro muestra las fotos en su celular. En efecto, si no se supiera que a las faldas de esos cerros verdes y bajo la plácida laguna turquesa antes estaban los cultivos y las casas de una aldea, esta sería una hermosa postal turística.

Sergio García, del Centro de Resiliencia ante Desastres de la Universidad de Maryland (CDR, por sus siglas en inglés), asegura que es necesaria una investigación profunda para establecer qué factores hicieron que el valle estuviera cubierto por dos meses. El período de desagüe depende de varios elementos, explica.

—Lluvias torrenciales como las de Eta y Iota aumentan el riesgo de inundaciones, ya que se pueden provocar taponamientos en la salida de los ríos. Además una cuenca endorreica, sin salida directa al mar, como la del Río Azul, que finaliza en un sumidero, hace que el agua desfogue lentamente —dice.

Según García, los cultivos también pudieron contribuir a la inundación. Los cultivos no nativos, como el cardamomo, provocan modificaciones geofísicas y bioquímicas en el suelo, indica. Por ejemplo, pueden hacer que se vuelva más compacto y que absorba menos líquido.

Las aguas cristalinas del río Azul. Fotografía: Carlos Alonzo.

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Los pobladores de Cerro Azul huyeron a las montañas cuando el río creció descontrolado durante la tormenta Iota. Entre el 20 y 21 de noviembre, las familias hicieron camino entre los matorrales. Temían que el agua les impidiera salir con el paso de las horas. Media aldea se inundó y su zona principal de cultivos quedó sumergida totalmente.

Los vecinos dicen que no recibieron algún aviso de parte de la municipalidad o la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred) para que salieran de sus casas antes de la crecida.

Eta, la primera tormenta que había tocado territorio guatemalteco dos semanas atrás, no había provocado una inundación como lo hizo Iota. El agua fue absorbida por la tierra y el sumidero donde acaba el Río Azul.

Las personas empezaron a regresar un mes después de la inundación y otras todavía no vuelven.

En septiembre del año pasado, Lázaro Yat había empezado a levantar las paredes de block de su casa sobre un piso de cemento y las había cubierto con láminas de metal. Él fue uno de los pocos que, durante la tormenta, decidió no evacuar. El agua no alcanzó la vivienda, pero ha impedido que termine la construcción.

No tiene puertas ni ventanas. Ahora su prioridad es comprar alimentos, porque perdió parte del maíz y frijol que había sembrado para que su familia coma.

Cruzar fronteras para sobrevivir

Lázaro Yat tiene cuatro hijos, pero hoy solo hay tres en Cerro Azul: Selvin, Gladys y Astrid. El mayor, Óscar, de 18 años, migró a Estados Unidos. Salió de su aldea el 15 de febrero de este año.

—En camino va para el norte. Se fue por la necesidad que tenemos por las tormentas —decía Lázaro Yat en febrero. Cerro Azul queda a unos 70 kilómetros de la frontera con México.

Lázaro Yat con otros hombres de la comunidad Cerro Azul. Fotografía: Carlos Alonzo.

Óscar trabajaba como agricultor en las tierras de su familia y ayudaba a su papá en el cuidado de las reses. El año pasado había terminado el tercer año de secundaria. Le pagaron Q20 mil al coyote..

Óscar logró cruzar la frontera en los últimos días de marzo. Está ahora allá con sus dos primos. Trabaja con ellos en una panadería. Los tres esperaban recibir en abril a otro primo: a Donaldo de 17 años, que también vivía en Cerro Azul, y que salió de la aldea en la segunda semana de marzo.

A inicios de mayo todavía no tienen noticias suyas. No saben dónde se encuentra. Salió de la comunidad con el mismo objetivo: ayudar a su familia, que había perdido las siembras durante el paso de las tormentas Eta y Iota.

Solicitamos a la Defensoría de Personas Migrantes de la Oficina del Procurador de los Derechos Humanos y al Instituto de Migración de la Universidad Rafael Landívar, información sobre un posible aumento de la migración debido al impacto de las tormentas, pero indicaron que hasta ahora no tienen información. El Consejo de Atención al Migrante (Conamigua) no respondió a la solicitud.

Pedro Pablo Solares, consultor sobre migración de Puente Norte, explica que, si bien Eta y Iota son ahora unas de las causas de la migración hacia Estados Unidos, es imposible obtener cifras precisas.

—La migración es una actividad clandestina que tiene como propósito la invisibilidad del fenómeno. Es por eso que no podemos aventurarnos a dar cifras, porque no se cuentan con las herramientas para hacerlo —dice Solares.

Una casa deshecha, otras abandonadas 

En la entrada de la comunidad, a un kilómetro del valle grisáceo, hay una galera de láminas de meta que guarda una secadora de cardamomo, un contenedor cilíndrico que mide tres metros de diámetro y uno de profundidad,  y que hoy solo es metal oxidado, inservible. Las aguas del río también lo arruinaron. 

Lázaro Yat se apoya en su secadora de cardamomo. Fotografía: Carlos Alonzo.

Esta máquina le costó a Lázaro Yat Q24 mil, que consiguió gracias a un préstamo bancario que demoró en pagar cuatro años. Lo usaban él y sus vecinos. Hoy está inservible.

A unos cincuenta metros de la secadora de cardamomo, en la ribera del Río Azul, hay una casa desfondada. Los parales de madera y las láminas de metal que la sostenían están resquebrajados en el suelo. Debajo hay tres camas empolvadas y un ropero. El piso era de tierra.

La que fue la casa de Julio Be. Fotografía: Carlos Alonzo.

Era la vivienda de Julio Be Chanan, de 31 años. La compartía con su hermano Lorenzo y su papá Ernesto. Las aguas del río la botaron durante las tormentas. No han podido reconstruirla porque se quedaron sin dinero. También perdieron sus siembras de cardamomo, café y banano. Lo que ganan hoy del trabajo en cultivos de otros vecinos solo les alcanza para sobrevivir.

La cocina fue lo único que quedó en pie, pero es inservible. Las láminas metálicas con la que está construida se oxidaron. La vivienda pasó dos meses bajo el agua.

Los tres hombres pasan los días en casa de Victoriano, el otro hermano Be Chanan.Se encuentra a unos diez minutos, a pie, de la que fue su vivinda. Creen que no regresarán pronto.

Julio Be, de pie frente a su casa. Fotografía: Carlos Alonzo.

Lázaro Quix Xol, de 41, es el presidente del Comité Comunitario de Desarrollo de Cerro Azul. Su casa también quedó destruida con el paso de Iota.

Lázaro Quix, que comparte el mismo nombre con el alcalde auxiliar de la aldea, ahora vive con su familia en una champa que armó durante las tormentas en la montaña, a unos 40 minutos a pie del centro de la comunidad. Llegaron allí la noche del 20 de noviembre. Fueron unos de los primeros en abandonar Cerro Azul cuando empezó a inundarse.

—Íbamos a pie bajo la lluvia. Mis cinco hijos, mi esposa y yo. Era una cuestión de vida o muerte. No llevábamos nada —relata.

Lázaro Quix, en uno de los caminos de Cerro Azul. Fotografía: Carlos Alonzo.

Cuatro meses después de las tormentas, en febrero, 15 familias seguían en las montañas donde pensaron que solo se refugiarían mientras pasaban las lluvias. Algunos habían perdido sus casas y otros temían regresar a las suyas, por posibles deslaves. Hoy, unas ocho todavía siguen allí. Entre ellas, la de Lázaro Quix.

Él y su familia viven en una covacha de nailon y láminas. Duermen en el suelo. No tienen agua potable y usan lo que quedó de la lluvia para preparar sus alimentos. Cuando necesitan bañarse y lavar ropa, bajan al río.

Pensando a futuro, para aplacar el hambre, Lázaro sembró en febrero papa y yuca. El agua se había llevado sus 30 gallinas y los cultivos de maíz, frijol y cardamomo.

Un hombre sostiene una semilla de cardamomo, en Cerro Azul. Fotografía: Carlos Alonzo.

No cree que el gobierno o la municipalidad aparezcan para ayudarlos con comida. Tampoco cree que hagan estudios en los terrenos para determinar si son habitables.

Lázaro, el alcalde auxiliar, y Lázaro, el presidente del consejo comunitario, hablaron en noviembre con los representantes de la alcaldía que llegaron a inspeccionar el lugar y a entregar comida a la aldea. Les hicieron saber sus preocupaciones, pero todavía no tienen ninguna respuesta.

La Conred tampoco responde si ya practicó una evaluación al suelo de Cerro Azul o si tiene previsto hacerlo.

—Recibimos un poco de víveres de la municipalidad cuando todo empezó, pero uno no come solo un día —dice Lázaro.

Sonia Choc García, de 31 años, lo escucha atenta, a unos metros. Ella es otra vecina de Cerro Azul que perdió sus cultivos de cardamomo en el valle grisáceo.

—Dígame qué vamos a hacer. El cardamomo tarda en crecer entre dos y tres años.  Todo se destruyó.

Vecinos de Cerro Azul caminan por los senderos de la comunidad. Fotografía: Carlos Alonzo.