Sebol entre el fango
En noviembre, las tormentas Eta y Iota inundaron Sebol, una aldea de Morales, Izabal. Meses después, decenas de casas de la comunidad continúan sumergidas en lodo. En algunas, ni siquiera se puede entrar. No se sabe hasta dónde llega el barro. Algunas familias apenas empiezan a retomar su vida.
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Antonia Méndez se quita con la mano el sudor de su rostro arrugado. Tiene 64 años. Es delgada y roza el metro y medio de altura. Su cabello grisáceo, su blusa, su falda, sus pies y sus sandalias están salpicados de barro. Es el mediodía del 15 de febrero de 2021.
Su casa quedó bajo el agua durante el paso de las tormentas Eta y Iota, al igual que las otras 316 viviendas de Sebol, una aldea del municipio de Morales, Izabal, en la región nororiental de Guatemala.
Sebol está asentada en una explanada. No hay montañas cerca, solo extensas plantaciones de banano. A los lados de sus calles de terracería abundan las palmeras y antes de las tormentas también los platanares. Las casas, de madera la mayoría y unas pocas de “block” o ladrillos de concreto, cuentan, todavía hoy, con agua entubada y energía eléctrica.
Sebol se sitúa entre los ríos Motagua y Choco. Los dos, que están a unos dos kilómetros de la aldea, inundaron la comunidad durante la noche del 4 de noviembre y la madrugada del día siguiente. La crecida alcanzó los techos de las casas de los habitantes, que se dedican a la agricultura para su consumo propio y trabajan para plantaciones de banano. Algunas quedaron sumergidas durante dos meses.
Hoy, a mediados de febrero, Antonia todavía no puede volver a su casa. No solo porque en el piso y en las paredes de madera queda lodo, sino porque la calle donde vive no termina de secarse y llegar hasta su puerta supone caminar sobre tablones de madera para no hundirse entre el barro.
Su vivienda tiene un espacio que servía como sala, comedor y dormitorio. De su cocina, que estaba construida a un costado con láminas de metal, solo quedó un poyo resquebrajado y una licuadora que el lodo no tragó por completo.
—Perdimos las camas, la refri, una estufa, un sillón viejo, una mesa, una piedra de moler, una palangana —detalla Antonia. El lodo, además, secó sus platanares y un jocotal que crecían al costado de su casa y que les servían de alimento.
En los últimos días ha ido recuperando un par de sillas, unas ollas y algunos platos que quedaron esparcidos en el terreno. Desde hace dos semanas no deja de limpiar la vivienda con agua, escobas, palas y azadones.
—Ahí tenía lleno de hierbabuena, cilantro y flores —dice mientras señala el terreno frontal de la casa, en la que vivía con su hija Zoila de 26 años y su nieto Devison, de uno. Ahora allí amontona el lodo que saca del interior de su vivienda.
Durante dos meses vivió en albergues y las últimas semanas las ha pasado a unos 8 kilómetros de Sebol, en la comunidad Arapahoe Viejo, en la casa de otra de sus hijas que queda a hora y media a pie de la suya. Ahí los tres duermen en el suelo.
Hoy sobreviven con los víveres que las organizaciones sociales y los grupos de migrantes les entregan. Antes lo hacían con la venta de tortillas que tenían en casa y la ayuda que recibía de sus otros ocho hijos. Por ahora, no han tenido apoyo económico ni alimentos del gobierno o de alguna otra autoridad.
—Yo me quiero venir ya, no es lo mismo estar en una casa que no es la mía —dice.
Antonia dejó la aldea alrededor del mediodía del 4 de noviembre, cuando apenas empezaba la inundación. Pocas personas hicieron lo mismo. Algunas se subieron a los techos de sus casas y otras huyeron más tarde, cuando el agua ya les llegaba al cuello.
La tarde del 3 de noviembre, un día antes de la inundación, delegados de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred) y agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) llegaron a la aldea. Pidieron a los pobladores que estuvieran alertas y, si era necesario, se fueran a espacios que habían habilitado como albergues. Había riesgo de inundación.
Algunos siguieron las recomendaciones y se refugiaron en la escuela primaria, la única que hay en la aldea. Otros no quisieron dejar sus muebles y electrodomésticos. Temían que se los robaran. Unos, más incrédulos, pensaron que el río no los alcanzaría.
Hoy los vecinos calculan que todavía hay lodo en 30 o 40 de las 316 viviendas de Sebol. Quedaron inhabitables. También dicen que no ha recibido ayuda del Gobierno y que la municipalidad apenas retiró el fango de algunas calles. Ninguna autoridad, señalan, los ha ayudado a limpiar sus casas ni a reconstruirlas.
Tampoco se han preocupado por dos peticiones en las que tanto han insistido las personas de Sebol a raíz de las tormentas: la colocación de bordas en los ríos y el dragado en los canales que usaban como drenaje.
Tratamos de hablar con Mynor Portillo, alcalde de Morales, para saber si ya empezaron algún proyecto de reconstrucción, si atenderán las demandas de los vecinos y si darán algún apoyo económico a las familias, pero no respondió las llamadas.
La Conred estimó que las tormentas Eta y Iota afectaron a 207 mil personas de Morales, el municipio en el que se encuentra Sebol.
La madrugada del 5 de noviembre, Francisco Díaz, su esposa Norma, sus cuatro hijos y su sobrino, que vive con ellos, la pasaron sobre el techo de su casa. No pudieron salir a pie. El agua pasaba los dos metros de alto.
Al amanecer, Francisco armó una balsa con tallos de planta de banano, con trozos de madera y lazos de plástico que encontró. Tardó casi tres horas en fabricarla. El espacio apenas alcanzaba para su esposa y sus hijos. Así se lanzaron al agua.
A sus hijos más pequeños, el de dos años y la de uno, los colocaron dentro de dos peroles que usaban para cocinar, para que fueran más seguros.
Francisco y su sobrino Henry, de 16 años, se encargaron de empujar la pequeña embarcación, mientras nadaban bajo la lluvia. Mientras se desplazaban, vieron cómo el agua arrastraba ganado, refrigeradoras, redes de maíz, sillas, ollas y cilindros de gas propano.
Una corriente separó a Francisco de su familia. Sus manos ya no tenían fuerza, no le respondían bien y no pudo aferrarse a la balsa.
—Me da mucho sentimiento —dice a punto de llorar, de pie frente a su casa. No puede sacarse de la cabeza el rostro asustado de su esposa.
Francisco recuerda el número exacto de brazadas que dio para alcanzar de nuevo la balsa. Fueron 15.
Después de navegar por dos horas, llegó con su familia al techo de un establo. Estuvieron ahí sin comer durante el resto de ese día y la mañana del siguiente. Un helicóptero llegó a rescatarlos y los llevó a un albergue.
Francisco volvió a su casa unas semanas después de la inundación. Quería salvar algún mueble o algún animal que el agua no se hubiera llevado. Sólo encontró merodeando a un cerdo que inexplicablemente se salvó.
—Gracias a ese marrano tuvimos dinero a fin de año —dice.
Tres meses después de la lluvia, su esposa prepara tortillas sobre el poyo que instalaron temporalmente en la entrada de su casa. Hace una semana que regresaron. Francisco tardó casi dos meses en sacar el barro.
—Todavía no está del todo limpio, todavía hay un poco de lodo —aclara Norma después de detener por un momento su trabajo frente al fuego.
Norma dice estar feliz y triste. Feliz porque está de vuelta y triste porque se quedó sin nada. También dice que le cuesta dormir. Aún tiene pesadillas.
A unas tres cuadras de la casa de Antonia, la señora que saca el lodo de su casa, está la de Delmi García, una mujer de 39 años, que usa pantaloneta y blusa de mangas cortas para lidiar con el calor de la zona. Ella también lo perdió todo. El automóvil de la familia, una motocicleta, sus camas, su ropero, sus platos, sus 50 gallinas, sus documentos personales.
Las paredes de su casa son de ladrillos de cemento y el techo de láminas de metal. En la entrada cuelga una colchoneta cubierta de barro. Pende de las vigas de madera para que seque y no pese tanto cuando tengan que deshacerse de ella. Debajo está Delmi, que camina con el lodo hasta las pantorrillas.
Su hija Karla, de seis años, juega hundiendo sus manos y sus pies dentro de la tierra mojada, mientras Delmi recuerda la tormenta que empezó en noviembre y que, de alguna forma, aún continúa para ellas. La pequeña está descalza entre el fango. Saca la lengua y sonríe a la cámara. Lo que a ella hoy le divierte, a su madre todavía le corta la voz y le inunda los ojos.
Unos minutos antes de que acabara el 4 de noviembre, casi a medianoche, Delmi escuchó el sonido de un burbujeo que provenía del baño. Salió de su habitación y encontró agua que emergía del retrete. La inundación de su casa empezaba.
Apresurado, Carlos Romero, su esposo, trató de poner a salvo su carro, pero las calles que rodean su casa ya estaban sumergidas. Por unos minutos, su vivienda fue un islote en medio de la oscuridad. La energía eléctrica ya había dejado de funcionar en Sebol. Delmi, Carlos y sus hijos subieron al techo de lámina para resguardarse.
El agua los persiguió. Primero cubrió las camas y luego su vehículo. Delmi le pidió a su esposo que se marcharan.
Bajo la lluvia y con el agua hasta la cintura, empezaron a caminar en busca de una zona alta.
—Yo esperaba que amaneciera, no quería que las culebras picaran a mis tres hijas —recuerda Delmi.
Pero una pequeña devanador o barba amarilla, la serpiente venenosa que llega a alcanzar los dos metros y que es común en la zona, ya los acompañaba. Estaba enredada en el cabello de una de sus hijas.
–Como pudo, mi esposo la agarró y la tiró. Yo hasta pálida me puse —narra.
Llegaron hasta la casa de un vecino a la que el agua todavía no había alcanzado. En el patio de la vivienda aguantaron apenas un par de horas. El agua de los ríos no dejaba de llegar a Sebol. Ahí, en medio de la oscuridad, Carlos se desesperó.
––Mi esposo empezó a llorar. Me dijo: “Vámonos, yo no quiero ver ahogadas a mis hijas”.
Caminaron nuevamente entre el agua, ahora con ella hasta el pecho, hasta que un tractor, que avanzaba en un parte menos profunda, los llevó hasta un área seca de la aldea Agua Caliente, que está, a una hora y media a pie.
Ahí se quedarían los siguientes dos meses. Alquilaron una habitación en Agua Caliente. Pagaron Q500 por todo el tiempo que estuvieron ahí.
Hace tres semanas, Delmi y su familia volvieron a la aldea, pero no a su casa. Un vecino les dejó vivir en la suya a cambio de que Delmi y Carlos limpiaran la vivienda. Tenía menos lodo que la suya, en la que apenas han empezado hoy a quitar el barro.
Dos muchachos hacen el trabajo No saben cuánto tiempo podrá llevarles. El barro está en el ingreso de su casa y dentro de sus dos habitaciones. En unos espacios llega hasta las pantorrillas y en otros hasta las rodillas.
El dinero que el esposo de Delmi consigue en su trabajo como peón en una plantación de banano apenas les alcanza. Ya no les pagan lo mismo que antes. No dice cuál era la cifra de antes, ni la de ahora. Solo menciona que en poco tiempo se quedarán sin esa fuente de ingresos. Les anunciaron que lo suspenderán en dos meses. La mayoría de los cultivos están muriendo después de las tormentas.
A una cuadra de la casa de Delmi está la de su hermana Isela. Ella no ha podido ni acercarse a su casa de paredes de bloque de hormigón y techo de láminas de metal. La vivienda está en el centro de una parcela llena de maleza que ha crecido sobre el lodo húmedo que la cubre. Isela no ha entrado porque desconoce la profundidad del barro
En la entrada principal de la casa hay un tendedero en el que cuelgan playeras, calcetines, blusas manchadas de lodo. Llevan ahí colgadas tres meses.
No hubo tiempo para recogerla. La madrugada del 5 de noviembre, igual que Delmi, igual que Antonia, Isela huyó de Sebol junto con su esposo, sus dos hijos y su perro. Espera que en los próximos días el sol termine de secar el barro que rodea su casa para entrar y sacar el que aún está fresco en sus dos habitaciones.
Isela también renta una casa en la comunidad mientras recupera la suya. Sabe que no es la única. En Sebol hay decenas de familias que están entre el fango.