Aunque las tormentas Eta y Iota atravesaron hace meses Guatemala, todavía hay personas evacuadas que no vuelven a casa. La aldea Laj Chimel, en Uspantán, Quiché, el lugar donde nació Rigoberta Menchú, quedó vacío cuando las tormentas llegaron. Los pobladores huyeron despavoridos. Temían que algún cerro cayera sobre ellos por los temblores y retumbes que allí se escuchaban. Algunas familias empezaron a regresar en febrero, pero con miedo. Esperan, aún sin respuesta, que alguna autoridad les diga si sus terrenos son habitables.


Al pie de una montaña, un muchacho clava un par de láminas metálicas sobre unos parales de madera. El sonido de su martillo es lo único que se escucha esta mañana en Laj Chimel, una aldea de Quiché en la que también es común oír a monos aulladores y coyotes.

Su nombre es Edy Domingo Vicente Chito y tiene 22 años. En ese espacio sobre el que hoy martilla solía estar su cocina. Hoy, 10 de marzo de 2021, cuatro meses después de la llegada de las tormentas Eta y Iota a Guatemala, Edy reconstruye parte de su casa. 

Hasta ahora, no han regresado todas las familias de las 25 que conforman Laj Chimel, una aldea de Uspantán, municipio del departamento del Quiché que está ubicado en el occidente guatemalteco. Huyeron cuando la tormenta Eta tocó sus tierras. 

El viento sopla fuerte y una nube espesa empieza a cubrir la cima de sus montañas. Anuncia que lloverá. 

 La carretera de Laj Chimel, llena de barro. Fotografía: Carlos Alonzo.

Una carretera, que la conecta con otras aldeas del municipio, atraviesa Laj Chimel. En este lugar, de 123 habitantes, donde la mayoría es k’iche’ y donde hace 62 años nació Rigoberta Menchú, la premio Nobel de la paz, no hay más calles. Solo senderos que salen de la carretera para llegar a las casas de madera, de ladrillos de cemento, de adobe o de lámina metálicas que están dispersas entre las colinas. La comunidad está a unos 230 kilómetros de Ciudad de Guatemala, unas ocho horas en vehículo.

Edy, el joven que levanta de nuevo su cocina, regresó ayer a la aldea con toda su familia después de pasar estos cuatro meses en Laguna Danta, la comunidad más cercana, que queda a unos cinco kilómetros. Vive aquí, en Laj Chimel, con su esposa, María Andrea Us, de 20 años. Tienen tres hijos. El mayor, Joel, ya tiene siete. María lo tuvo cuando tenía 13.

Edy, María y sus tres hijos. Fotografía: Carlos Alonzo.

En Uspantán, de enero a noviembre del año pasado, se registraron 139 embarazos en niñas de 12 a 15 años. En Guatemala no existe un programa oficial de educación sexual, a pesar de que el 28% de las personas entre 15 y 19 años tienen relaciones sexuales. Los embarazos en niñas y adolescentes suceden con una naturalidad pasmosa.  

En la tarde lluviosa del 4 de noviembre, a unos 20 pasos de la casa de María Andrea y Edy, hubo un deslizamiento de tierra de unos 100 metros. El deslave, que empezó a media montaña y terminó cerca de la carretera, arrastró a su cerda, que estaba preñada, y enterró una docena de gallinas. 

La marrana sobrevivió de milagro. Edy se lanzó a rescatarla cuando notó que aún seguía con vida y que se asfixiaba con el lazo que la ataba a su corral. Hoy sus tres crías corren cerca del lugar donde fue el deslizamiento.

El lugar donde sucedió el deslizamiento de tierra, en noviembre de 2020. Fotografía: Carlos Alonzo.

Esa misma tarde ocurrieron tres deslaves más que dejaron incomunicada y aterrada a la comunidad. La noche del 4 de noviembre pocos pudieron dormir. Ni la lluvia ni los derrumbes daban tregua. Las enormes piedras caían estruendosas sobre la carretera. 

La tormenta no destruyó la casa de Edy. Un día después de los derrumbes, él mismo la desarmó porque las láminas de metal eran nuevas, las había comprado hacía menos de un mes. Temía que la montaña continuara desmoronándose y que arrastrara su vivienda. 

El pánico aumentó esa noche cuando unos retumbos se escucharon en el lugar y tembló la tierra. 

—Eran como morteros, como bombas sonando a cada ratito —recuerda Edy. 

Las familias que vivían más cerca de las montañas salieron de sus casas en la oscuridad y se refugiaron en las de sus vecinos, más alejadas de los cerros. Los pobladores temían que alguno se viniera abajo. Esos días no se escucharon a los monos aulladores ni a los coyotes que habitan los bosques nubosos de Laj Chimel.

Una de las casas de Laj Chimel. Fotografía: Carlos Alonzo.

La huida 

Las familias de la comunidad dejaron sus tierras la mañana del 8 de noviembre. Tomaron la decisión después de días de aguaceros, cuando las lluvias y los temblores disminuyeron, pero los retumbos aumentaron. Ninguna autoridad, dicen los vecinos, les recomendó evacuar antes del 4 de noviembre. Tampoco después, cuando pasó el deslizamiento de tierra. Trabajadores de la municipalidad solo llegaron a dejarles comida, a media carretera, cuando quedaron incomunicados antes de que se marcharan. 

Emprendieron el éxodo sin dejar a nadie atrás. Caminaron en fila, durante una hora, hacia la aldea Laguna Danta. 

El miedo a que los deslaves continuaran sobre la carretera hizo que un grupo de hombres se adelantara sobre las colinas bajas de la aldea y abriera camino entre la arboleda y los potreros.

En el último tramo, un grupo de vecinos de Laguna Danta los esperaban con pickups. Los ancianos de la comunidad fueron los primeros en abordarlos. Las personas que ya no alcanzaron un espacio continuaron el recorrido a pie por unos 45 minutos más. En Laguna Danta las familias se instalaron en la escuela primaria que fue habilitada por la municipalidad como un albergue. 

Ahí pasarían los siguientes meses, hacinados y con miedo: les preocupaba que la laguna se desbordara e inundara la aldea a la que da nombre. Finalmente, no pasó. El agua no sobrepasó su cuenca.

La municipalidad y los pobladores alimentaron a sus vecinos de Laj Chimel. 

—Los desayunos eran mosh con Corn Flakes —dice Edy. 

Su tía María Vicente Hernández, de 58 años, que está recostada sobre una mesa llena de flores fuera de la casa de su sobrino, interviene en la conversación: “Nos daban comida, pero aunque hubiera sido pollo dorado, uno ya no le sentía el sabor, uno no se daba cuenta si estaba rico o feo. Teníamos mucho miedo”. 

María Vicente, en casa de su sobrino Edy. Fotografía: Carlos Alonzo.

Los temblores continuaban y se sentían hasta Laguna Danta, ubicada entre pequeños cerros. Duraron tres semanas. Ahí, en la escuela, María no dejaba de pensar en sus terrenos y en las gallinas que se habían quedado en la comunidad. Los aullidos de tristeza de los perros, cuando se fueron el 8 de noviembre, no se le quitaban de la cabeza y le hacían recordar que había dejado a las aves a su suerte. 

Sólo el miedo que sintió durante los bombardeos que hubo en la aldea en los ochenta, en medio del conflicto armado, supera al temor que tuvo con la llegada de las tormentas Eta y Iota.

La guerra empezó en Guatemala en 1960 y finalizó en 1996. El informe para la Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi) registró 11 masacres en Uspantán. Diez de ellas las llevó a cabo el Ejército. Las víctimas fueron baleadas, quemadas y degolladas. Miles de personas huyeron para refugiarse en las montañas o en México.

María vive a unos 30 metros de su sobrino. La lluvia empieza justo cuando llegamos a su vivienda. Es el tercer día consecutivo con aguaceros. 

La casa tiene dos habitaciones de block y techo de láminas de metal. En el patio cuelgan mazorcas de maíz que servirán como semilla en la próxima siembra. María vive acá con su esposo, su hija, su yerno y sus cuatro nietos. 

La mujer cuenta que la carretera fue liberada con maquinaria gracias a los aportes que hicieron los vecinos de San Pablo, la comunidad que le sigue a Laj Chimel. Hoy todavía es un riesgo cruzarla. La tierra está suelta, más con la lluvia que ha caído este día. Los vecinos terminaron de retirar los escombros cuatro meses después del deslave.

María Vicente camina por uno de los senderos de Laj Chimel. Fotografía: Carlos Alonzo.

María regresó a su casa a mediados de febrero. Ella y sus vecinos vivieron durante 40 días en la escuela primaria de Laguna Danta y el resto del tiempo alquilaron una vivienda en esa misma aldea, por la que pagaban Q250 al mes. 

—Era difícil estar albergados. Nos daban comida y las personas de Laguna Danta se preocupaban por nosotros. Pero los niños peleaban. Uno dormía al lado de muchas personas. Había poca agua. Y siempre tenía miedo a la pandemia. Era difícil —dice María. 

Su familia perdió la mayoría de sus siembras de maíz y frijol. Las lluvias las pudrieron. Este año tendrán que comprar lo que antes conseguían con sus cosechas. Lo poco que tapiscaron pronto se terminará.

Hace años, María lograba conseguir un poco de dinero gracias a la asociación de turismo de la aldea, de la que es presidenta. Recibían a visitantes que ascendían a los bosques nubosos de la zona o disfrutaban de un mirador donde se apreciaba la inmensidad de las montañas de Uspantán. Pero desde hace tres años, ya pocos turistas han llegado. La ausencia se marcó aún más con la pandemia de COVID-19. 

La casa amueblada que alquilaban a los visitantes hoy está vacía y en el mirador, que está en un cerro que se sube en quince minutos, quedan menos árboles. Las personas, con el paso de los años, los han talado para leña o para venderlos.

A unos cinco minutos de la casa de María se encuentra Pedro Us, de 49 años. Une tablones de madera como si fuese a armar una mesa. Son decenas de estructuras similares, que esparció sobre un espacio del tamaño de una cancha de basquetbol. Sobre estos armazones empezará a cultivar pinos que en siete meses trasplantará en unas montañas cercanas a la aldea. 

Pedro Us, en su casa de Laj Chimel. Fotografía: Carlos Alonzo.

Pedro y su familia aún no vuelven a la aldea. Han vivido desde noviembre en Laguna Danta. Alquila allá una casa por la que paga Q500 mensuales. Hoy solo ha vuelto para trabajar en la siembra de los árboles. El dueño del terreno donde crecerán los pinos lo contrató para el trabajo. 

Al igual que el resto de la comunidad, Pedro ha esperado meses a que alguna autoridad llegue a evaluar el suelo de la aldea. Quiere saber si los retumbos, que ya no siguen, pero que duraron casi un mes, son la advertencia de algo peor. 

Temen que pase algo como lo que ocurrió hace cinco años en El Cambray 2, una comunidad cercana a la Ciudad de Guatemala, donde un deslizamiento de tierra sepultó a 260 personas en 2015. 

Rüdiger Escobar Wolf, experto en riesgos geológicos, no encuentra una explicación definitiva a estos retumbos que suenan como morteros. Dice que pueden deberse a los mismos deslizamientos, al movimiento de las fallas del Polochic —aunque descarta que tenga relación con las lluvias—, o a la misma percepción de la gente.

“Lo que yo interpretaría es que ahora (meses después) el terreno volvió a estabilizarse. Probablemente el contenido de agua ya drenó a través de drenajes subsuperficiales”, dice, y añade que esperaría que, en estos momentos, las condiciones ya no fueran tan inestables, “pero si vuelve la lluvia, podría volverse a desestabilizar”.

[Lee aquí el análisis de Rüdiger Escobar Wolf sobre los fenómenos de Eta y Iota y los riesgos a futuro]

Intentamos saber si el alcalde de Uspantán, Víctor Hugo Figueroa, realizará el estudio del suelo que piden las personas, pero no responde las llamadas. En la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), el vocero David de León ofrece tener pronto una respuesta que confirme si ya hubo una evaluación sobre la zona. Un análisis de Conred, realizado en 2010, ya había establecido que Laj Chimel tiene altos riesgos de deslaves. 

Las lluvias también arruinaron las siembras de maíz y frijol de Pedro y este año, como la mayoría de personas en la aldea, tendrá que comprarlos. Su familia, además, perdió la mitad de las abejas que criaba en doce cajas de madera. El agua de las lluvias las mató y los panales que sobrevivieron fueron destruidos por hormigas.

En seis meses, sus abejas le permitían llenar 90 botellas con miel. Las vendía a Q60 cada una. Este año espera llenar por lo menos 40 botellas. 

Pedro volvió a Laj Chimel unos días después de huir a Laguna Danta para alimentar a su docena de gallinas, sus cuatro chompipes y los dos cerdos que entonces tenía. Fue entonces que encontró a la mitad de sus abejas sin vida. 

Con el paso de los meses, en el patio había menos animales. Pedro llegaba a dejarles comida entre tres y cuatro veces a la semana. Luego tuvo que volver cada día. 

Para los coyotes fue un festín. Sin gente en la aldea, no existía nada que impidiera que cazaran con libertad. Pedro cree que se comieron a sus dos cerdos. En sus terrenos quedaron algunos restos de los marranos.

Edy, de pie a unos metros de su casa, en Laj Chimel. Fotografía: Carlos Alonzo.

Es mediodía en la aldea. El martillo de Edy ya no es lo único que suena. El motor de un molino de maíz trabaja a toda marcha. Es una señal de que los vecinos empezarán a preparar las tortillas para el almuerzo. Y también una señal de que, después de las tormentas, la vida regresó a Laj Chimel.