En una aldea escondida en las montañas de Alta Verapaz, la gente bebe agua estancada. Después del paso de Eta y Iota, la comunidad quedó sumergida y aislada durante más de tres meses. Los pobladores hablan de un posible brote de malaria, de ronchas en la piel de los niños. El agua se fue drenando, pero el acceso al nacimiento más cercano se cerró.


En Sesajal, la gente bebe agua estancada. 

Es el agua marrón que llena el cauce de un río de unos 20 metros de ancho que parece no correr, en el que los niños chapotean, las mujeres lavan la ropa, los hombres pescan (cuando hay algo que pescar) y la gente se baña para aliviar el calor. 

Es el agua lodosa que trajeron las lluvias de noviembre del 2020. La que desbordó el río y, a diferencia de las crecidas de otros años, no regresó a su cauce natural. Es agua sucia, agua shuca. Pero es el agua que hay.

Mujeres lavan su ropa en el río de Sesajal. Fotografía: Carlos Alonzo

A Sesajal se tarda en llegar. Antes de las tormentas quedaba a 17 kilómetros, unos 45 minutos de Chisec, en el departamento de Alta Verapaz, por una carretera sin asfaltar. Pero el agua del subsuelo y la que alimentaba el río de la aldea aumentó e inundó la aldea y todo lo que la rodeaba. El camino, las plantaciones, las casas, todo quedó sumergido y se convirtió en un humedal, en un pantano. Algunas partes, las más altas, fueron apareciendo con las semanas. Otras tardaron más.

Durante meses, la carretera hacia Chisec quedó intransitable. En algunos puntos estaba inundada y en otros emergía, como una línea marrón en un mar de agua oscura. A unos cuantos kilómetros del camino, donde el terreno es algo más profundo, las lanchas de los vecinos de otras zonas de la región dejaron de usarse para pescar y se convirtieron en el único medio de transporte.

Hoy, 11 de febrero de 2021, un tramo de la ruta todavía sigue totalmente cubierto por el agua. Por ahora, dicen los pobladores, son dos horas en lancha desde Chisec, hasta llegar a algún punto donde ya se pise tierra firme.

Zonas inundadas de Sesajal, en febrero de 2021. Fotografía: Carlos Alonzo

La aldea tiene dos entradas: la del oeste (la de Chisec, la inundada) y la del sur. Para esta, que ni siquiera aparece en los mapas, se necesita un vehículo de doble tracción. Hay que pasar primero por Campur, a una hora y media de Cobán, y después tomar caminos que serpentean durante dos horas las montañas de pino, esas montañas en las que se distinguen las grandes rocas calcáreas que forman el terreno kárstico del centro de Alta Verapaz.

En la última curva, el verde de los cerros desaparece. Sesajal se quedó en tonos marrones, en sepia. 

Todo está seco, yermo. Como si un incendio hubiese arrasado las plantas de milpa, los árboles y el monte que crecía a los lados del camino. Como si hubiera ardido durante días.

Vegetación seca alrededor del río de Sesajal. Fotografía: Carlos Alonzo

Pero en Sesajal no hubo ningún incendio.

A inicios de noviembre, con las primeras lluvias que anunciaron la tormenta Eta, el río que cruza la comunidad, que se mantiene seco casi todo el año, empezó a crecer. Siempre pasa cuando llueve, dicen los vecinos. El río se llena, poco a poco, se extiende más allá de su cauce unos cinco metros y ahí se queda durante días, hasta que vuelve a su nivel habitual. Pero esta vez no fue así.

La gente cuenta que el agua no dejaba de desbordarse. Se comió la mitad de la aldea. Cuando Iota llegó una semana después, la terminó de devorar.  

Rüdiger Escobar Wolf, investigador científico, ingeniero civil y experto en riesgos geológicos, explica que la inundación de Sesajal, parecida a la de Campur, no vino exactamente del agua del río. 

Sesajal se levantó sobre una cuenca endorreica: un área en la que el agua que cae o que circula no tiene una salida fluvial hacia el océano. La cuenca está delimitada por sistemas montañosos y sierras, que conforman, dice Escobar, una especie de tazón. Así que cuando llueve mucho y en tan poco tiempo, las aguas subterráneas que fluyen bajo el suelo terminan emergiendo, porque no tienen otro lugar por el que circular.

“Lo interesante en estos casos es que el mecanismo de inundación es distinto que el que ocurrió en lugares como Morales, donde se desbordó el río Motagua. Una de las implicaciones más importantes para esto es que la cuestión temporal es mucho más prolongada. En Sesajal, en un montón de las comunidades que estuvieron inundadas, el agua no sólo permaneció por meses, sino que tardó incluso días, o semanas, subiendo”, dice Escobar. 

Casas destruidas en Sesajal. Fotografía: Carlos Alonzo

Se salvaron un par de casas, en el punto más alto de la comunidad. En su fachada quedó incrustado un zócalo del barro. El resto; las viviendas, escuela, tienda o terreno, quedó sumergido en el agua lodosa.

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Cuando empezaron las lluvias, cuando se vio que eso no era una tormenta normal, la gente de la aldea empezó a construir canoas de madera y pequeños botes hechos con tablas cruzadas y amarradas con lazo. En Sesajal, un lugar donde el único manto de agua navegable es el río que da nombre al pueblo, que permanece casi seco buena parte del año, esas embarcaciones sencillas, improvisadas, se convirtieron en el medio de transporte más necesario. 

Algunas de las canoas que construyeron los vecinos de Sesajal. Fotografía: Carlos Alonzo

En un par de días, Sesajal se convirtió en un pantano. Las 303 familias que vivían en la aldea se fueron en las lanchas, gracias a vecinos de otras aldeas que llegaron a socorrerlas. Las trasladaron a albergues en comunidades cercanas, puestos de salud, iglesias, en la alcaldía auxiliar de San Pedro Carchá. Ahí pasaron semanas. En febrero, unas 90 todavía seguían allí. Dos meses después, en abril, ya habían regresado a Sesajal.

El agua se tomó su tiempo en bajar. Meses. A medida que se drenaba, se descubría el desastre.

Unas viviendas, las de bloque de concreto, quedaron en pie, embarradas. Dentro de ellas ya no había camas, ni mesas, ni sillas, ni trastos, ni ropa, ni cántaros. Algunas cosas aparecieron al cabo de los días, entre el monte, o sumergidas en el lodo.

La mayoría, las de madera, se vinieron abajo. La corriente las arrastró varios metros y hoy todavía se encuentran tablones esparcidos por la aldea.

Casas de madera destrozadas, a un lado de una poza de agua estancada. Fotografía: Carlos Alonzo

En el lugar hay ahora pozas de agua estancada que nunca llegaron a fluir y que a mediados de febrero tampoco se habían secado. Alrededor, el lodo es tan espeso y tan profundo que llega hasta las rodillas.

Una niña camina por un sendero de lodo en Sesajal. Fotografía: Carlos Alonzo

La gente que puede, trata de retomar la vida en sus casas. Las que perdieron todo, construyen un nuevo hogar con lo que encuentran. No piensan buscar otro lugar para vivir. Llevan aquí toda la vida. Aquí nacieron ellos, sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos. No tienen a dónde más ir. Marcharse no es una opción.

eL agua shuca

Después de ahogarse hace tres meses, hoy Sesajal muere de sed. 

En la aldea, ya antes de las tormentas, el agua era un problema. Las casas no tienen agua entubada. Hace 12 años, el Instituto de Fomento Municipal empezó un proyecto de abastecimiento.

Se instalaron tubos de metal a lo largo de la comunidad. Algunos todavía pueden verse, a un lado de las casas. Surgen del piso de tierra, sostenidos con cemento para que no se muevan. Pero los tubos siempre estuvieron secos. Ninguna autoridad construyó una bomba que impulsara el agua del nacimiento del río, así que ahí están, como recuerdo de algo que pudo ser y nunca fue. 

El río Sesajal, que cruza la aldea y comparte nombre con ella, ese que hoy tiene agua marrón, se mantiene seco buena parte del año. Cuando no lo está, se queda como lo vemos ahora, estancado, sucio. 

Así que, desde que tienen memoria, las mujeres —porque el agua es trabajo de las mujeres—, caminan 40 minutos para llegar al nacimiento de un río. Con un brazo la ropa sucia para lavar. El otro para tomar de la mano a los niños más pequeños que apenas pueden caminar. En la cabeza, el cántaro para llevar agua fresca a casa. Esto es (era) un ritual diario. Un calvario que les garantizaba agua limpia para cocinar, tomar y lavarse. 

Pero, hace tres meses, con las tormentas, el camino al nacimiento de agua quedó cortado. La lluvia empapó el terreno y aún hoy es imposible llegar a pie o en vehículo.  

Cuando las mujeres regresaron a Sesajal, empezaron a pensar qué hacían. Al principio, organizaciones e instituciones públicas donaron algunos garrafones. Todavía llegan, muy de vez en cuando. Sirven, pero escasean. No alcanzan para preparar la comida, para tomar y mucho menos para bañar, al menos, a los niños.

Así que la opción más cercana, la única opción, es este río estancado o las pozas que aparecen por la comunidad. Con esta agua cocinan y se bañan. Para tomar también sirve, cuando no apetece o no alcanza ni la cerveza helada ni las gaseosas que siempre nutren las tiendas de la aldea. 

Mujeres caminan por la orilla del río Sesajal, con ropa limpia y cántaros de agua. Fotografía: Carlos Alonzo

Manuela Qit bordea el río lodoso, manteniendo el equilibrio con un hatillo color verde sobre la espalda, amarrado a su frente, lleno de ropa. Baja el paquete, pide una mascarilla para poder responder a las preguntas de la entrevista y se ofrece a devolverla cuando termine.

—¿Aquí cómo les llegó la pandemia?

— Ah… Yo digo que aquí por la gracia de Dios casi no hemos visto esto. Sí hay veces que nos agarra la gripe y la tos, pero no tanto. Siempre hemos confiado en Dios que nos cuida. Tomamos unas pastillitas y así va pasando. 

Manuela tiene 27 años. Viene de lavar ropa y ahora regresa a casa donde dejó hecho un poco de frijol. Lo cocinó con la misma agua con la que hoy lavó la ropa. 

“Nosotros aquí sacamos para tomar, aunque está shuco pero esta agua estamos tomando”, cuenta. “Eso no está limpio. Del monte se pudre cualquier animal, queda muerto ahí, viene toda la suciedad y ni modo, tenemos que tomar eso”. En su casa hierven el agua en estufa de leña y espera que sea suficiente. Asume que las demás vecinas harán lo mismo. 

Dice que “bien”, que claro que se han enfermado. Sobre todo, los niños. Que han tenido diarrea y les han salido unas ronchas en la piel. “Yo misma tuve. Son como granos y al rascarlos uno se pela y les sale sangre”, dice. “Siempre me echo unos geles que nos han regalado, a modo de que no nos agarre mucho la roncha”.

A la orilla del río llegan un grupo de hombres, en motos. Son miembros del Consejo Comunitario de Desarrollo (Cocode), que vienen a explicarnos lo que pasó en Sesajal, cómo se destruyeron las casas y cómo sigue la vida después de la inundación.

Entre ellos hay un muchacho, joven, que carga un gorro con orejeras y sonríe al vernos. Es Esteban Tiul Coc, el representante del Cocode. Tiene apenas 26 años, pero habla de la aldea y de sus vecinos como un padre habla de sus hijos.

Cuenta que les pide paciencia, que él trata de explicarle al alcalde de San Pedro Carchá por qué es importante que se envíe ayuda a la aldea. Les dice que hay que ser agradecidos con lo que les han dado hasta ahora. 

Tiul Coc explica que también ruega a las familias que, igual que Manuela, hiervan el agua que recojan para que no se enfermen, pero varias mujeres ya le comentaron que al hacerlo, por encima del líquido aparece una capa sucia, “como que si fuera pegamento”. 

Confirma que sí, les han salido ronchas y granitos y le pide a un niño enseñarnos su panza. El representante del Cocode dice que de tanto rascarse, le salió sangre y no termina de curarse. El niño aparenta unos cinco años pero probablemente tenga más. Sobre la piel que va del pecho al ombligo tiene una gran herida, con costra en algunas partes, sobre la que se pegaron mosquitos que se niegan a abandonarla. 

Heridas en la piel de un niño de Sesajal. Fotografía: Carlos Alonzo

Dice que casos así de graves son el de este niño y del de un señor mayor. También cuenta que hace unas semanas se supo de dos niños que tienen malaria y que ya están en tratamiento. 

En Sesajal no hay puesto ni centro de salud, ni un médico que pueda conocer estos casos. Solo hay una enfermera, que siempre ha estado en la aldea, dice Tiul Coc, que no tiene ni los recursos ni los medicamentos para tratar este tipo de enfermedades.

Si hay alguna emergencia o necesitan ir a consulta médica, el centro de salud más cercano está en Campur, a unos 20 kilómetros, que se traducen en dos horas en un vehículo de doble tracción.

Preguntamos a Julia Barreda, vocera del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social, si la institución tenía conocimiento de los casos de malaria y de los problemas en la piel. Barreda compartió la respuesta del Departamento de Epidemiología, en Ciudad de Guatemala, que achacó los sarpullidos a la época del calor y a la falta de higiene de la población. “No está relacionado con el agua”, concluyeron.

Confirmaron un caso de malaria, pero dijeron que corresponde a “una persona que estuvo trabajando en la costa sur y cuando regresó de su trabajo temporal comenzó con síntomas”. Negaron que se trate de un brote.

También intentamos localizar a Winter Coc Ba, el alcalde de San Pedro Carchá. Le llamamos varias veces y le dejamos varios mensajes, pero no contestó por ninguna de las dos vías. También tratamos de hablar con él por teléfono a través de la municipalidad de Carchá. Después de varios intentos, la secretaria que nos atendió dijo que le trasladaría el mensaje y nos devolverían la llamada, pero no sucedió. 

Tiul, el representante del Cocode, cuenta que el alcalde tardó varios días en llegar a Sesajal, pero apareció, cuando el agua todavía cubría la aldea. Se ofreció a ayudarles pero, por ahora, siguen a la espera. Lo único que han recibido han sido donaciones de organizaciones. La última llegó a mediados de abril. Fueron unos ecofiltros que entregó la Cruz Roja.

Aquí todo se murió

Varias casas de bloques de hormigón perdieron sus techos de lámina y otras de madera quedaron destruidas. Fotografía: Carlos Alonzo

En Sesajal el sol parece quemar todavía más que en otras zonas de Alta Verapaz. Los árboles ya no dan frutos y tampoco sombra. Hace tres meses que todo lo que estaba sembrado se perdió y en la nueva tierra, lo poco que han intentado cultivar no brota. El agua trajo un gusano que se come el maíz y destroza todo a bocados. 

Adela Sacbá mira al vacío, parada de pie en su huerta. Parece una estatua, petrificada, en un trance incómodo.

A su alrededor, todo tiene el mismo tono marrón que inunda Sesajal. En el centro de su huerto hay un árbol, como carbonizado por el paso del agua, del que pende una vaina de cacao que se resiste a caer.

El terreno queda en un pequeño alto y desde él pueden verse varias de las pozas de la aldea, pocos metros más abajo. Cuando el río creció, la casa de Adela y la de su vecina quedaron en una especie de península, rodeadas de esas pozas estancadas.

Al principio se preocupó, pero dudó que el agua alcanzara la vivienda. Se fue a dormir, con el sonido de la lluvia repicando en ese mar improvisado. Ya de madrugada, cuando despertó y tocó con sus pies el piso de tierra empapado, entró en pánico.

Adela Sacbá tiene 62 años. Detrás de ella, se esconde muchacha, joven. Susurra en q’eqchi’ cuando Adela habla, para corregir algún dato o para ayudarle a completar alguna de sus respuestas. 

La muchacha se llama Viviana y tiene 19 años. A la par de ellas hay un niño pequeño, de siete. Parecieran los nietos de Adela, pero son sus dos hijos. 

Adela Sacbá y sus dos hijos dentro de lo que queda de su vivienda. Fotografía: Carlos Alonzo

La noche que su casa se inundó, los tres lograron refugio en la de unos vecinos. De ahí se fueron a un albergue. Regresaron a su hogar hace unas semanas, cuando el agua ya había bajado.

Adela tenía dos construcciones. Una de bloques de concreto, en la que dormían y otra de madera, en la que cocinaban. Las paredes de la de concreto quedaron en pie, pero hoy empiezan a hacerse añicos, comidas por el agua. Las láminas del techo volaron con la tormenta, pero quedaron sobre la estructura unas 20 mazorcas de maíz que Adela tenía a secar y que hoy ya están podridas. 

La casa de madera, de unos cinco metros por tres, parece sostenerse en el aire. Le faltan casi todas las tablas de la parte inferior y las vigas que ayudan a que no se caiga están dobladas o rotas. Dentro del espacio, de piso de tierra removida cubierto por hojas secas, está la estructura donde la mujer cocinaba, ahora inservible, y lo que en algún momento fue una cama, destrozada.

Cuando regresó al terreno, Adela empezó a reconstruir su casa, como pudo, pero le faltaban materiales. La poca madera y las láminas que sobrevivieron a la inundación ya no sirven. 

Al responder las preguntas le gana la desesperanza y se le mojan los ojos. No tiene muy claro de dónde sacará ni las fuerzas ni el dinero para mantener a sus hijos. Hasta ahora, los ingresos venían de ese huerto que hoy está seco. Del árbol de cacao del que queda apenas una vaina a medio caer. De una mata de clavo que la corriente se llevó, con la que lograba juntar unos 80 quetzales por libra. Del achiote y del café que había cultivado. Todo se murió.

Adela y su vecina y un vecino de más allá, que también se quedó sin casa, todos, miran cómo levantar de nuevo una comunidad a la que no llega nadie, que quedó a su suerte. Tiul Coc cuenta que en las reuniones con los miembros de los demás Cocodes y con el alcalde, insiste en que la municipalidad le ponga más atención a la aldea. “Esperemos en Dios que se mejore, yo a la gente le pido paciencia”, concluye.

En el camino que va a dar al río marrón de Sesajal, descansan 11 canoas de madera. Quedaron ahí, encalladas, a un lado del paso de terracería, como si la marea las hubiera escupido de un mar que pronto se secará. Ahí quedarán, como recuerdo de algo que pasó hace meses en una aldea olvidada.

Canoas de madera que quedaron en las calles de Sesajal. Fotografía: Carlos Alonzo