“No sabemos qué está pasando bajo la tierra en Campur”
Campur, una aldea a hora y media de Cobán, en Alta Verapaz, pasó 70 días bajo el agua, después de Eta y Iota. Hubo quien pensaba que el lugar se quedaría convertido en una laguna para siempre. Pero el agua se absorbió, poco a poco, a principios de año. Aun así, en febrero, mucha gente no quería regresar a sus casas. En Campur todos los días hay temblores y temen que el lugar se desmorone bajo sus pies.
Hace tres meses, esto era una laguna. Estas casas, esta tienda, este centro de salud estaban cubiertos de agua. Campur, una aldea que hasta entonces apenas aparecía en los medios, llenó titulares y atrajo las miradas. El lugar pasó 70 días bajo el agua de lluvia y muchas personas pensaban que así se quedaría para siempre.
Pero Campur emergió. Y ahora, a mediados de febrero, parece como si el otoño hubiera llegado de golpe, de prisa y mal en un rincón del mundo en el que no existen las estaciones.
Los árboles están desnudos. El agua les arrancó las hojas y los dejó con un tono ocre. Buena parte del monte que crecía en los barrancos del lugar ya no está y la tierra quedó al descubierto removida, mezclada con las piedras.
La gente no quiere regresar a Campur. Desconfían de que algo malo vaya a pasar aquí, donde tiembla constantemente, dicen. A todas horas.
Por las noches, cuentan los vecinos, esto es una aldea fantasma. No se escucha ni un murmullo en un lugar en el que antes, según el Censo de 2018, vivían 1,890 personas.
A algunas no les quedó otra opción que volver. No tienen dinero para comprar o para alquilar otro espacio. Así que hace semanas empezaron con la reconstrucción de sus casas.
Esteban José Ax Caal es uno de ellos. Esteban es maestro de la Escuela Oficial Rural Mixta de la aldea Cruce Chinamá, a un kilómetro de Campur. Hoy, 11 de febrero de 2021, todavía vive con su esposa y sus dos hijos en un albergue que crearon en la misma escuela. Calcula que para la otra semana ya se habrá pasado a su casa. Ahora termina de ajustar las láminas del tejado con un par de antiguos alumnos que llegaron a echarle una mano.
Hace unas semanas, Esteban empezó a anotar religiosamente en un cuaderno las horas en las que Campur tiembla. No sabe por qué le dio por hacerlo, dice, pero en su cuaderno escribió que durante varios días, a las ocho y cinco de la mañana, hay un temblor. Otros días anotó otra hora: las diez y once. Se siente como si las montañas tronaran. Después la tierra se mueve un momento bajo sus pies y luego para.
Muchas personas en Campur temen que estos temblores hagan que el terreno se derrumbe bajo sus pies. Algunas prefirieron irse a San Pedro Carchá o a Cobán para empezar ahí de cero.
“La gente no quiere volver por los sismos —cuenta Esteban—. Hay ciertas personas que dicen que Campur se va a hundir, que se va a partir, que se lo va a comer la tierra”.
Los siguanes
El agua que inundó Campur no bajó de los cerros ni creció de un río. El agua que inundó Campur emergió de la tierra. De los siguanes.
La comunidad está abrazada por las montañas del centro de Alta Verapaz. Es como un cuenco, como una hondonada. El nombre técnico es “cuenca endorreica”: una cuenca cerrada que, a diferencia de otras que van a dar a un río, no tiene una salida superficial.
La calle principal, la que viene de un desvío de la carretera que va de San Pedro Carchá a Lanquín, termina en una gran ceiba, que divide la vía en dos y que funciona a modo de redondel. A cada lado hay una bajada. Y al final de esas bajadas está la hondonada.
A las dos de la madrugada del 5 de noviembre, Esteban escuchó un sonido parecido al que ahora oyen cuando tiembla. “Tronó. Hizo ruido la tierra”, dice. El hombre salió de su casa y sólo vio a la gente correr de un lado a otro.
A la mañana siguiente, nada más salió el sol, bajó por la calle y al fondo se encontró con un grupo de personas. “Se está saliendo el agua”, escuchó. La gente decía “se está saliendo” porque el agua no bajaba de las montañas. El agua, dicen, salía de los siguanes.
Los siguanes son unas cavidades naturales en la tierra, al fondo de los barrancos. Rüdiger Escobar Wolf, investigador científico, ingeniero civil y experto en riesgos geológicos, explica que el terreno sobre el que se encuentra Campur tiene lo que se conoce como relieve kárstico. Es una región montañosa, formada por rocas compactas y solubles.
El hecho de que sean solubles hace que el agua subterránea, con el paso de los años —de cientos de años— cree cavernas bajo la tierra. En algunos casos estas cavernas pueden volver inestable el terreno que está sobre ellas y, eventualmente, puede colapsar. Se pueden hundir y formar unas hondonadas, que aquí se llaman siguanes o rejoyas y en otros países se conocen como dolinas. Desde arriba, dicen los vecinos, parecen abismos que no se sabe dónde terminan, aunque en Campur varios están cubiertos por ramas y hojas secas.
Según la cosmovisión maya q’eqchi’, son un respiradero de las montañas y de los cerros. Una manera que tiene la tierra de desahogarse.
Eric Armando Cu Caal tiene 40 años y es líder comunitario, maya q’eqchi’, en Campur. Tiene el pelo largo, liso y brillante, amarrado en una cola tirante detrás de su nuca. Hace un pequeño recorrido por la aldea y empieza justo en ese punto que describe Esteban, en un descampado, al fondo de un barranco, al lado de una casa que ahora está desocupada e inhabitable.
Eric avanza entre la maleza y llega hasta un lugar donde el zacate seco forma un círculo de un color tostado. “Este es un siguán. Todo Campur es siguán”, cuenta.
Los abuelos, explica el líder, “dicen que si tirás una piedra en los siguanes, cuando te morís tenés que ir a recogerla”. Son lugares sagrados, que hay que respetar.
Pero la gente hoy los usa como drenajes: “Encuentran un hoyo, conectan su tubo ahí y se va todo. Nunca se llena”. Las personas incluso negocian los siguanes. Pueden llegar a comprar su derecho de uso, si no tienen uno en su terreno.
Por eso, cuando el agua empezó a salir el 5 de noviembre de los siguanes, fue como si vomitara toda la suciedad.
Eric define a Campur como un coco vacío: “Todo aquí es una caverna, está hueco por dentro”. Eso hace que los temblores que se han sentido en los últimos meses les causen muchas dudas. “No sabemos qué está pasando bajo la tierra y al gobierno no le interesa investigar”.
Lo que ayuda a sostener la aldea y a que los sismos no sean tan fuertes, según Eric, es que Campur tiene “un esqueleto de piedra”. Es una explicación más visual del concepto de relieve kárstico. “El terreno es muy pedregoso”, explica, mientras señala las rocas, inmensas, que asoman por el barranco sobre el siguán.
Eric dice que antes de las tormentas, aquí no había temblores. “Durante la inundación se empezaron a sentir. Daban unos 12 temblores al día y 12 en la noche. Se escucha como una bomba y dónde se revienta, hay un nacimiento de agua que surge”.
El agua que salió de los siguanes era cristalina. Los primeros días, todavía se podía ver el suelo de tierra y las plantas al fondo. Al principio, Esteban hizo varios viajes con su carro para ayudar a las personas que vivían más abajo a sacar sus cosas y ponerlas en un lugar seco, en la entrada de la aldea.
La tormenta Eta pasó de largo. La semana siguiente dejó de llover. “Se va a calmar. No va a pasar nada”, repetía la gente como un mantra.
Pero el agua no dejó de subir y pronto alcanzó la casa de Esteban, que queda cerca del centro de salud. “¿Y aquí quién me ayuda?”, se preguntó. “Los niños lloraban, no entendían qué estaba pasando. Las señoras no tenían cómo sacar sus cosas. Cada quien miraba por su lado”.
“Eso no lo vas a ver en una inundación fluvial, en un río, donde el tiempo de reacción es más rápido”, explica Rüdiger Escobar. “En unas horas o en días empieza a bajar el agua. Aquí no. El agua fluye bajo la superficie muy lentamente y al llegar a las rejoyas, comienza a subir dentro de Campur”.
Las rejoyas más grandes se llenaron de agua subterránea y empezaron a conectarse entre ellas. La comunidad, entonces sí, quedó incomunicada. Cuando Eta pasó, la aldea estaba cubierta en un 60%, calcula Eric. Una semana después, cuando Iota entró en Guatemala, terminó de taparla.
La laguna de Campur la empezaron los siguanes y la terminaron de crear los tres nacimientos que rodean la aldea, cuenta el líder comunitario: Chixoch, Campur y San Miguel.
Se cree, dice Eric, que 45 casas de madera desaparecieron completamente. Flotaron. El resto, las de block, se quedaron. De las 643 familias de la comunidad, a 431 se les inundaron completamente sus viviendas.
Cuando el agua llegó a la suya, Esteban decidió buscar un lugar más alto donde refugiarse con su esposa y sus hijos. “Tengo unos familiares que viven aquí, detrás de esta colina”, señala. Aguantaron dos semanas. “Eran tantos temblores. Como que sacudían la tierra”.
Rüdiger Escobar no ha encontrado una explicación a los temblores. “Puede que no haya tenido que ver con las inundaciones. La actividad sísmica podría estar más ligada al sistema de fallas del Polochic, pero no lo sabemos con certeza”.
Según David de León, portavoz de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), es posible que se presentaran sismos después de que el agua se fuera, por el tipo de terreno. La institución hizo un estudio en la zona para evaluar los riesgos. Cuando hablamos con él, a finales de febrero, dijo que el informe final ya estaba en la última fase antes de presentarlo a las autoridades. En abril, indicó que todavía estaban a la espera del informe final del Consejo Científico de la Conred “donde comparten recomendaciones y un análisis de lo sucedido en el sector”.
Esteban, su esposa y sus hijos se fueron con otras 22 familias al refugio en la escuela de Campur. “Ahí vivo ahora”, contaba a mediados de febrero. Sólo quedan cinco familias en la escuela. En un par de meses ya no habrá ninguna, todas habrán regresado a Campur.
En ese albergue, Esteban durmió en el suelo la mayoría de noches, con un par de colchas: “Los que dan tristeza son los niños: ‘¿Cuándo vamos a nuestra casa?, ¿cuándo regresamos?’, decían. Se nos enfermaron por lo frío del piso”.
Durante un tiempo llegaron a pensar que Campur se volvería una laguna. La tormenta ya había pasado y en el cielo, azul, brillaba un sol que quemaba. El agua no dejó de subir durante semanas, y de pronto, un día, cuando alcanzó la ceiba del cruce: “Tronó como aquí en el medio, abajo, y todo el mundo salió”, narra Esteban. “Las ondas se fueron moviendo. Todos aplaudían. Ahí ya buscó lugar el agua y empezó a bajar”.
Rüdiger Escobar explica que la aldea “está sobre el nivel del mar, así que, eventualmente, el agua sigue su rumbo y empieza a drenar. Probablemente, hacia la cuenca del Usumacinta y de ahí al golfo de México. Pero es un proceso mucho más lento al de una inundación fluvial”, remarca.
“Después de que retumbó ,se fue rápido, en unos 18 días. Como si algo se abriera abajo, se fue”, dice Esteban. Los siguanes volvieron a recoger el agua y se la llevaron.
Quienes volvieron
Las personas que vivían en Campur siguieron varios caminos. Las que consiguieron alquilar un terreno o una casa se marcharon lejos, a zonas más seguras. Las que no, se quedaron con vecinas y vecinos.
Unas pocas regresaron a Campur, porque se cansaron de vivir de prestado o porque los lugares que funcionaron alguna vez de albergues, como las escuelas o las iglesias, poco a poco volvieron a su uso original.
Superaron, más o menos, el miedo a los temblores. Escobar ve dos posibles riesgos en Campur. “En el terreno kárstico, el factor más importante de riesgo son los colapsos”, dice, pero asegura que son relativamente poco frecuentes.
El otro, es que el lugar se vuelva a inundar, cuando vuelvan las lluvias. “Se volvió evidente que puede pasar. Es algo que tal vez no se había reconocido, pero es innegable. Eso sí, necesitas un evento extremo, pero con el cambio climático quizás ocurrirá más seguido”, concluye.
En el lugar hay problemas más inmediatos. Igual que otras muchas aldeas de Alta Verapaz, Campur tiene un problema grave con el agua. En invierno, entre mayo y octubre, diluvia. Así que la gente recoge el líquido en tinacos para racionarla los meses de escasez. En verano, se seca.
Ahora empieza la época seca y la gente está preocupada. No hay agua para beber, ni para bañar a los niños, ni para regar los cultivos. Después de la inundación, las pocas tuberías que había en la aldea, muy débiles, muy delgadas, colapsaron, y a los tinacos y a los toneles se los llevó el agua.
Además, la inundación arrasó con los árboles y convirtió a Campur en un horno. “Ya no hay nada de vegetación y me preocupa para marzo —dice Esteban—. A mediodía el sol es insoportable. Te encierra”.
Las mujeres de Campur, muchas amas de casa y trabajadoras en terrenos propios, saben que la siembra ahora está complicada. Antes en Campur cultivaban güisquil, tomate, papas, cebollín, chile. Por ahora, no han vuelto a plantar nada. Desconfían de la tierra, pero además, cuando llegaron a hacer el estudio sobre el terreno, el personal de la Conred les dijo que esperaran.
Cuentan que les sugirieron que no tocaran la tierra, que el lugar era inhabitable, que aguantaran 40 días. “Conred recomendó no volver, pero las personas están obligadas a regresar, porque no hay dónde —lamenta Eric—. Además, Campur sobrevive de los comercios. A los comerciantes les decimos coyotes, compran y venden café, cardamomo y maíz. Algunas también tienen sus terrenos fuera de Campur”.
En la comunidad sucede lo mismo que en otros lugares, como Sesajal, a un par de horas en vehículo de la aldea. “Hay una enfermedad que está atacando. No sé si por el sol o por el agua. Son unas ampollas que salen en la piel, son como sarampión y en las noches pican”, describe Esteban, mientras se rasca los brazos y parece sentir un escalofrío. “Yo tengo, no es mucho, mis hijos también. Mis sobrinos, mis primos, mis tíos… Dicen que solo es por tocar el agua”.
El Centro de Atención Permanente de Campur aún está cerrado. Cuando la aldea se inundó, quedó sumergido en el agua, luego emergió, igual que el resto del pueblo, y hoy es un lugar abandonado. Así que para tratar estas ronchas, la gente se automedica con pomadas. “Ni siquiera limpiaron el centro, cuando es grandísimo, cubren a 60 mil personas de varias comunidades. Nuestros abuelos son los que nos dicen con qué nos podemos bañar”, explica Esteban.
Según Julia Barrera, portavoz del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social, el centro de salud todavía no ha abierto porque “está pendiente el dictamen de habitabilidad de Conred”. Aun así, Barreda asegura que el servicio se sigue dando en un puesto móvil habilitado en Campur, en el que trabajan 130 personas. Eric Cu confirma que hay un puesto móvil que atiende las 24 horas, pero asegura que ahí trabajan solo 46 personas.
En el Departamento de Epidemiología del Ministerio de Salud, en Ciudad de Guatemala, aseguran que ese sarpullido lo produjo la época de calor y la falta de higiene de la población. “No está relacionado con el agua”, concluyen.
En Campur creen que poco a poco se olvidaron de ellos. Según Esteban, después del apoyo que recibieron las primeras semanas de organizaciones internacionales, sobre todo, ahora se encuentran con un silencio incómodo. Son las mismas personas de la comunidad, asegura, las que se encargan de reconstruirla. “Toda la basura buscamos la manera de llevarla en un camión. Que no era basura, son nuestras cosas, nuestras ropa, chamarras, camas… Mucha gente decía que somos shucos. Pero no. Tratamos la manera de hacer algo. Este alcalde ya no dice nada”.
Winter Coc Ba es el alcalde de San Pedro Carchá, a quien se refiere Esteban. En Agencia Ocote tratamos de consultarle sobre la situación en Campur, pero no contestó las llamadas ni los mensajes. En la municipalidad de San Pedro, tampoco lo localizamos por teléfono. Después de varios intentos, la secretaria que atendió la llamada dijo que le trasladaría el mensaje y nos devolverían la llamada, pero no sucedió.
En esta publicación de Ojo con mi pisto, Coc dijo que la municipalidad trabaja en la reconstrucción de 950 casas en Campur. “Hemos reunido blocs y láminas, pero esperamos que llegue más ayuda”, dijo al medio. El 11 de febrero todavía no se veía que hubieran empezado. Según Eric Cu, a inicios de mayo tampoco habían iniciado la construcción de viviendas.
A Esteban estas ayudas no le han llegado. El maestro pidió hace poco un crédito para arreglar su casa. “Mi señora se molesta un poco porque a veces doy más de lo que recibo y me olvido de lo mío”, cuenta, apenado.
Termina la charla y regresa a ayudar a los jóvenes que martillean las láminas con un sonido metálico, que hace eco en el silencio de Campur. Toca apurar los trabajos. Ya en unos días regresará a su casa.