El 5 de noviembre de 2020, durante el paso del huracán ETA, en Quejá, un municipio al sur de Alta Verapaz, la montaña cedió y enterró a toda una aldea. Bajo las rocas y la tierra quedaron, según cifras oficiales, 88 personas y 150 casas, aunque, por los datos del censo, pudieron haber sido decenas más. Quienes se salvaron buscan cómo seguir con sus vidas. Algunas personas migraron, otras levantaron sus viviendas de nuevo en un terreno unos metros más abajo de la aldea. En el lugar, desde el día del derrumbe, se levantó un viento que no ha parado. Los sobrevivientes no pueden vivir más allí.


Jorge Suc Ical pisa las piedras y la tierra con sus botas de hule. 

—Ahorita estamos en mi casa.

Hace una pausa imperceptible y de inmediato se corrige.

—Bueno, la que fue mi casa.

Su casa (la que fue su casa) está a unos tres metros debajo de sus pies. Bajo las rocas, las piedras y la tierra que primero era lodo y que hoy ya es suelo compacto.

Jorge Suc Ical sonríe con gesto amable. El gesto de quien no perdió todo hace unos meses. Un gesto de resignación, de “lo que Dios me dio, Dios me lo quitó”, de “hay que dar gracias por estar vivos” y de “ya va a estar todo mejor”.

Jorge Suc Ical tiene 35 años y el 5 de noviembre de 2020 volvió a nacer. 

Deslizamiento en Quejá, San Cristóbal Verapaz. Fotografía: Carlos Alonzo.

El viento sopla con fuerza esta soleada mañana en Quejá, una aldea al sur de Alta Verapaz, en el municipio de San Cristóbal. Por momentos, si no tienes las piernas firmes, si tropiezas o si te agachas, la corriente te zarandea y pierdes el equilibrio. Viene con tanto ímpetu, que hasta hace frío.

Jorge Suc no tiene una explicación técnica al viento y tampoco parece preocuparse mucho en buscarla. “El aire empezó después del derrumbe”, sentencia. Desde entonces no ha parado.

Antes, Quejá no era así. Siempre se levantaba algo de brisa, pero solo pasaba cuando el sol empezaba a bajar y anochecía. En las mañanas, el calor intenso pegaba duro y había que buscar algo de sombra bajo sus árboles. 

Antes de las tormentas Eta y Iota, cuando el camino era más transitable, quedaba a unos 15 minutos en vehículo de la frontera con Quiché. La población, poqomchi’, vive de la agricultura. De cultivar pacaya, cardamomo, café, banano, naranja, frijol. Parte para su consumo, parte para vender en municipios cercanos.

Para entrar al lugar hay que tomar un desvío en la carretera que va de San Cristóbal a Uspantán y meterse en una pista de hoyos y riachuelos que se cruzan en el camino,  rodeada de árboles de pino, zapote, injerto (zapote verde), pimienta, mandarina, guayaba.

La corriente de viento se concentra en una zona. Justo en el lugar que hace tres meses quedó enterrado por la montaña y se convirtió en un cementerio.

En Quejá sucedió lo mismo que pasó en 2005 en Panabaj, con el paso de Stan; en 2015 con el deslizamiento de Cambray II; o en 2018 en San Miguel Los Lotes, la aldea que quedó soterrada después de la erupción del volcán de Fuego. Después de cinco días de búsqueda, los rescatistas no pudieron continuar su misión y el gobierno declaró camposanto el lugar.

Las cifras oficiales dicen que en Quejá hay enterradas 88 personas. Pero expertos, como el investigador Rüdiger Escobar Wolf, hablan de que pueden ser decenas o cientos más. En la comunidad, según el Censo de 2018, vivían 1,272 personas.

El deslave.

Es 9 de febrero de 2021. Llegar a Quejá supone un viaje de riesgo. El camino, hasta hace unas semanas sin paso, por los deslizamientos, parece haberse abierto de nuevo a mordiscos entre las montañas. La carretera es de tierra —hoy completamente seca— y el paso de vehículos levanta una polvareda que con la lluvia se volverá lodo. A un lado, las paredes son un conglomerado de barro seco y vegetación que hay que confiar en que ahí se mantendrá, sin ceder. Al otro, el vacío, la nada, precipicio.

Quejá es una aldea rodeada de montañas.

Un pickup baja por la carretera en la entrada de la aldea Quejá. Fotografía: Carlos Alonzo.

Al llegar, una casa de block pintada de un verde pálido es la que anticipa lo que viene después. Tiene un nivel, unas cinco habitaciones que aún se sostienen y que se ven desde la puerta y un porche en la entrada, con una barandilla decorada con baldosas. Está enterrada hasta la mitad. Los vidrios de algunas ventanas aún están intactos, pero ya no tiene techo y las paredes agrietadas y torcidas resisten, no se sabe cómo, el peso de la tierra que recae sobre ellas.

Esta era la primera casa en la entrada de Quejá. Estaba al lado de la de Jorge Suc Ical; la que quedó cubierta por la tierra.

Después de una subida por lo que ahora (después de la tormenta) es la nueva carretera principal de la aldea, varios metros encima de la original, se llega al lugar donde pasó todo. Antes, Quejá quedaba aquí. Unas 150 casas que a un lado limitaban con un barranco y al otro, con un cerro frondoso, que era parte de una cadena de montañas de picos ondulados. 

Hoy, parte de ese cerro ya no está. Hay un enorme boquete en la montaña. Los árboles, las piedras, las rocas y la tierra se dejaron venir en segundos sobre la aldea. Quejá dejó de ser Quejá el 5 de noviembre de 2020.

Deslave en la aldea Quejá. Fotografía: Carlos Alonzo

Llevaba seis días y seis noches sin parar de llover, recio. Toda la aldea estaba enlodada y las familias poco más podían hacer que quedarse en casa a esperar que pasara la tormenta. En la radio se escuchaba hablar de un huracán, de ETA, que entraba con fuerza en Guatemala.

Las instituciones habían emitido alertas, generales, para la población en Guatemala. Pedían a la gente que vivía en zonas de riesgo buscar un lugar seguro y resguardarse. Según David de León, vocero de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), cuando reciben los pronósticos de lluvia, la institución emite avisos a las municipalidades para que trasladen la información a las comunidades. 

En Quejá dicen que a ellos nadie les avisó. Que escucharon algo en la radio y la televisión, pero nunca pensaron que estuvieran en peligro. Cuando la lluvia llegó, varias aldeas de la zona no tardaron en quedar incomunicadas. Quejá era una de ellas. El camino de terracería había quedado anegado y algunos árboles, rocas y tierra tapaban varios tramos de la ruta. 

 Un televisor en el interior de una de las viviendas de Quejá. Fotografía: Carlos Alonzo.

El 4 de noviembre de 2020, a las siete de la noche, una montaña, la que queda en la entrada de Quejá, dio un aviso. Se escuchó un rugido, como un trueno, pero todo estaba tan oscuro que nadie sabía lo que pasaba.

La mañana siguiente, nada más empezó a salir el sol, los habitantes de Quejá vieron cómo en el cerro faltaban varios árboles. La tierra y las rocas habían llegado a la pista por la que se accede a la aldea, unos 200 metros antes de llegar a la casa verde pálido.

“Pensamos que esa montaña era la que se iba a terminar de venir”, recuerda hoy Jorge Suc Ical. Pero ahí se mantuvo. Ahí se mantiene, todavía. Pelada de árboles por un costado.

El derrumbe en ese cerro era el anuncio de lo que pasaría horas después en la montaña del otro lado, la que queda detrás de Quejá. 

Eran las doce y media del mediodía y no paraba de llover. Jorge estaba en su casa. Su mamá, su papá y varios de sus hermanos y hermanas habían llegado para pasar juntos la lluvia y conversar sobre qué podrían hacer. Tocaba tomar la decisión de si moverse a Santa Elena, a una hora a pie, o quedarse hasta que pasara la lluvia. En Quejá estaban solos. Nadie les había avisado de qué hacer.

En eso, tronó. Fue como el rugido de la noche anterior, pero más duro, más fuerte y más largo. Jorge lo describe como una bomba. No saben ni cómo, levantaron a los niños del piso, entre varios agarraron al abuelo y corrieron. “Salimos, por segundos”. Detrás de ellos venían el lodo, la tierra, las rocas, arrastradas por una corriente de agua imparable. Cuando miraron atrás, su casa ya no estaba.

Hoy, Jorge saca dos “gracias a Dios”: el derrumbe no sucedió en la noche y su familia estaba en su casa. Mientras lo dice, señala el punto en donde quedaba la casa de sus papás y su abuelo, unos 30 metros ladera de rocas arriba. No hubieran podido salir de ahí a tiempo. 

Se salvaron casi todos. Una de las sobrinas de Jorge, de 13 años, estaba comprando en la tienda, a unos 20 metros de la casa, al otro lado de la calle. Ahora esa tienda son dos paredes de block que están a punto de ceder y una maraña de láminas dobladas. Lograron limpiar un poco el terreno, pero nunca encontraron el cuerpo de la niña. “Ahí se quedó”, cuenta Jorge.

Los restos de la tienda de Quejá, a un lado de la carretera. Fotografía: Carlos Alonzo

Rüdiger Escobar Wolf, investigador científico, ingeniero civil y experto en riesgos geológicos, explica que, en este tipo de deslizamientos, la dinámica suele ser parecida: el terreno seco es relativamente estable, pero cuando el agua se infiltra dentro del suelo, genera una presión y lo vuelve menos resistente. “Cuando tienes lluvia extrema, donde la cantidad de agua que entra al suelo es mucha, con una duración corta, ese cambio en la presión es muy rápido y el suelo pierde la resistencia. Si además de eso tienes una pendiente inclinada, el suelo se vuelve inestable”, indica.

[Puedes leer aquí el análisis de Rüdiger Escobar Wolf sobre lo fenómenos naturales, su impacto en las personas y el riesgo a futuro]

Escobar dice que, generalmente, las coberturas boscosas ayudan a fortalecer el suelo: las raíces dan cierta cohesión, la vegetación absorbe el agua y se evita la erosión. En deslizamientos más pequeños, esta cobertura ayuda a contenerlos. Sin embargo, en casos como el de Quejá, donde la pendiente es muy pronunciada, la vegetación deja de ser un factor, porque no logra contener la presión del agua.

El experto habla también de la prevención y la gestión de riesgos para que esto no pase con cada tormenta o huracán: “Debería ser posible identificar las comunidades más expuestas y alertarles de los riesgos más extremos. En casos como el de Quejá, esto requiere invertir una cierta cantidad de recursos y de esfuerzo, hacer estudios… no es imposible, pero requiere un compromiso y voluntad política a un cierto alto nivel”. Algo que según la gente de Quejá, no ocurrió.

Del viento que se levantó en la comunidad, Escobar no da una explicación definitiva, porque no se han hecho estudios y porque él no ha podido analizar el terreno, pero sí adelanta que la desaparición del bosque que se llevó el derrumbe —que actuaba como una pantalla— pudo influir.

El regreso

Después del derrumbe, todavía bajo la lluvia, los que sobrevivieron, empapados, con lo puesto y sin poder sacar nada de sus casas (ni el dinero, ni los cortes de las mujeres, ni las botas de los hombres, ni las herramientas de trabajo), avisaron a la municipalidad y a los Bomberos Voluntarios. 

El trabajo de rescate empezó dos días después. Comenzaron los bomberos municipales y el Ejército de Guatemala, sobre el terreno inestable, en el que todavía había deslaves. Después llegaron bomberos voluntarios y personal de los equipos de respuesta Inmediata de la Conred. 

David de León, de la institución, dice que la municipalidad de San Cristóbal Verapaz trabajó un listado de personas desaparecidas. Las autoridades hablaban entonces de unas 100 personas. 

Encontraron a ocho. Todas sin vida. El 10 de noviembre, cinco días después del derrumbe, suspendieron las búsquedas. 

Jorge dice que su hermana, la mamá de su sobrina de 13 años, todavía llegó semanas después a buscarla entre los escombros. 

Los habitantes de Quejá que sobrevivieron se habían ido para entonces a Santa Elena, a albergues y casas de personas que cedieron sus terrenos. En los espacios, improvisados, convivieron varias familias, hacinadas. La ayuda llegaba, de a pocos. De organizaciones y de vecinos de otras comunidades que donaron ropa y comida.

No aguantaron mucho. Unos unas semanas, otros el mes completo. Pero después de un silencio incómodo de las autoridades, de no saber cuánto más tendrían que estar en esas condiciones, la gente se cansó y empezó a irse. Algunos migraron a otros municipios. Otros regresaron a Quejá, a la parte que no quedó enterrada.

Un mueble dentro de una de las casas destruidas de Quejá. Fotografía: Carlos Alonzo

En el lugar se escucha por momentos la sierra eléctrica de unos de los vecinos. Tala varios árboles, que luego cargan niños y jóvenes, para juntar la madera que le servirá para reconstruir su casa.

Quejá huele a lluvia. El agua baja todavía de la montaña, a pesar de que hace días que no llueve. Hay dos riachuelos a los lados del derrumbe, que se pierden donde termina la zona cubierta de tierra. 

Rüdiger Escobar recuerda que, después de las tormentas, puede pasar un tiempo relativamente largo en el que las condiciones del contenido de agua son altas, porque el suelo se saturó. A lo largo de los meses, dice, sobre todo mientras dure la época seca, el agua debería descender, aunque siempre se mantendrá un nivel de agua subterránea. 

“Parte del problema, más que el contenido de agua, es cómo quedaron las condiciones de resistencia del suelo. Es posible que en algunas áreas que estuvieron a punto de fallar, con las lluvias o con otra tormenta haya otros deslizamientos”, concluye. 

A un lado de la carretera principal, sobre las viviendas enterradas, la gente logró pasar unos tubos blancos para canalizar el agua, para que llegue a otras comunidades cercanas que se quedaron sin agua. La línea está marcada con palos coronados por botellas y latas, por si los tubos llegaran a enterrarse.

Al otro lado, levantaron unos troncos de árbol, a modo de postes, que sostienen los cables de energía eléctrica.

Jorge Suc Ical se está alojando estos días en casa de su hermana, que queda a unos diez minutos a pie de la zona del derrumbe. A medida que avanzamos y nos apartamos del lugar donde la vivienda de él quedó enterrada, el viento también se va quedando atrás. El zumbido constante del aire en los oídos deja paso a los sonidos del calor. Al de las chicharras, los grillos y los mosquitos. 

Por esta zona, hay casas que quedaron en pie. Casas que al verlas, la gente relaciona con milagros. La corriente de tierra del derrumbe pasa a un par de metros de viviendas que hoy parecen intactas.

Otras construcciones, a más de 100 metros del deslave, aparentan ajenas a lo que aquí pasó hace tres meses. La Escuela Oficial Rural Mixta de Quejá, por ejemplo, está igual que siempre. Los escritorios siguen colocados en filas dentro de las aulas, como si el tiempo se hubiera detenido. 

Aun así, Quejá ya no es lugar para vivir. Camino a la casa de la hermana de Jorge nos encontramos con Matías Figueroa, delegada de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred). Llegó hoy con un colega para inspeccionar el área y para recomendarles a las familias que volvieron a sus casas que se vuelvan a marchar. “Esta ya no es zona habitable. La recomendación es que se realojen donde se sientan seguros”, advierte Figueroa.

Interior de uno de los muebles en una vivienda de Quejá. Fotografía: Carlos Alonzo

David de León, vocero de la Conred, explica que “luego que ocurre un deslizamiento de este tipo, el sector permanece inestable. Por lo tanto, al tener el registro de lluvias en el sector, se puede presentar nuevamente movimiento de tierra. El área es susceptible a derrumbes o deslizamientos”.

Pero las familias de Quejá no quieren irse. Al menos no muy lejos. Algunas no tienen otro lugar en el que quedarse. Se cansaron de pedir asilo donde familiares y conocidos y los sitios que en algún momento funcionaron como albergues provisionales, como las casa y las iglesias donde la gente estaba hacinada, ya cerraron. 

David de León explica que la Secretaría de Obras Sociales de la Esposa del Presidente (Sosep) fue la encargada de coordinar la apertura y los cierres de estos espacios. Cerraron porque poco a poco la gente fue buscando otros lugares donde quedarse o donde instalarse definitivamente.

Además, las personas aquí viven de la agricultura. De la siembra pacaya, café, cardamomo, banano, naranja, para vender en Chicamán y en Uspantán, en Quiché. 

“Aquí en Quejá, todo sale”, dice Jorge. Por eso, él se fue a vivir con su hermana hace ocho días. En febrero empieza una de las épocas de cosecha de la pacaya y en marzo termina la de cardamomo y los comerciantes todavía llegan a la aldea para llevarse la producción en costales. Algunas plantaciones se dañaron durante la tormenta, pero otras consiguieron salvarlas.

El éxodo a Chepenal

Dice Jorge que desde el derrumbe, ni el gobierno ni la alcaldía de San Cristóbal llegaron a ver qué necesitaban: “No nos dieron ni nylon, ni láminas, ni nada”. Fue la gente de aldeas cercanas la que llegó a dejar comida y ropa a los vecinos. 

A mediados de noviembre, nueve días después del derrumbe en Quejá, el presidente Alejandro Giammattei habló de un plan de reconstrucción de viviendas para personas afectadas por ETA. Dijo que, si las casas no podían construirse en el mismo lugar donde estaban antes (como pasa en Quejá), el Fondo de Tierras y las municipalidades se pondrían de acuerdo para buscar un nuevo espacio y construirlas de nuevo. Habló de un plazo de seis a ocho meses, que están a punto de cumplirse.

El 9 de diciembre se creó un gabinete específico de reconstrucción de los daños, tanto de ETA como de IOTA. Hasta ahora, se sabe que el Fondo de Desarrollo Social compró láminas en diciembre y materiales en enero para construir 600 viviendas para personas afectadas, pero no se sabe dónde. La Secretaría de Planificación y Programación de la Presidencia (Segeplan) registra en su evaluación de daños y pérdidas 2,242 casas con daños severos y 37,465 con daños moderados en toda Guatemala.

“Este es el año de la reconstrucción”, dice Patricia Letona, la secretaria de comunicación de la Presidencia, cuando le consultamos por los planes del gobierno para apoyar a las personas afectadas. Sobre las fechas en las que empezarán a construir viviendas y los municipios que priorizarán, no adelanta mucho. 

“No son sólo viviendas —aclara Letona—. Ya se ha ordenado hacer un inventario de terrenos estatales a los que pueden ser trasladadas las comunidades que deseen trasladarse, porque no todas se quieren trasladar. Hay una dinámica social bastante grande y no en todas las comunidades es igual”. 

En las recomendaciones de la evaluación de Segeplan, en el apartado de vivienda, se indica que “el momento de la recuperación es una oportunidad para corregir problemas estructurales de los asentamientos humanos”. También se aconseja tomar en cuenta los medios de las familias como un tema central para la reconstrucción e involucrar a los municipios en todo el proceso.  

Quisimos saber qué pasos se están dando desde la municipalidad de San Cristóbal Verapaz, pero en el teléfono del alcalde, Ovidio Choc Pop, no obtuvimos respuesta. En la municipalidad de San Cristóbal Verapaz tampoco nos pusieron en contacto con él.

Según el tablero de control del “estado de calamidad pública por la depresión tropical Eta”, del Ministerio de Finanzas Públicas, la alcaldía de San Cristóbal Verapaz todavía no ha ejecutado nada de los Q324 mil que tiene asignados.

Después del derrumbe, Jorge y su familia estuvieron los primeros dos días en una iglesia en Santa Elena y después en una casa, con otras ocho familias, también en Santa Elena. Aguantaron ahí 20 días. Con otras personas de la aldea decidieron volver a levantar la comunidad en un caserío, a una media hora de Quejá en vehículo, en un lugar llamado Chepenal.

Jorge, su esposa Sonia y su hija, en la entrada de Chepenal. Fotografía: Carlos Alonzo

Chepenal es más caliente que Quejá. El lugar es un llano, rodeado de montañas. No hay ningún árbol que dé sombra a las casas, construidas con la madera de Quejá y con láminas, rescatadas y trasladadas de lo que el derrumbe dejó. 

Al fondo, se puede intuir dónde queda la aldea que dejaron, detrás de un cerro. A través de las montañas también se ven los surcos que hicieron en la tierra lo que parecen deslaves.

—¿Esa es la tierra que bajó de Quejá?

—No, no, todo eso no llegó hasta aquí —le resta importancia Jorge—. Por ahí solo pasa agua.

Jorge y su esposa Sonia empezaron a levantar su casa en Chepenal hace dos meses, igual que varias de las familias que hoy viven aquí. Hasta hace poco, en el lugar no había viviendas. No aclaran de dónde salió el terreno. Si lo cedió la municipalidad o solo lo ocuparon. Dice que están “en terreno propio”, pero por ahora no tiene escrituras ni nada que así lo confirme. No logramos confirmar este dato con la municipalidad.

Al principio, se cubrían sólo con un nylon. Después, construyeron con madera. Chepenal no está mal, dice, pero el clima, ese calor tan intenso, sin la sombra y sin la altura de la montaña, impide que en este caserío se pueda cultivar todo lo que se cosecha en Quejá. Hasta ahora sólo consiguieron que aquí nazca fuerte la milpa.

La familia de Jorge logró sembrar 10 cuerdas de milpa y una de frijol, “para el gasto y para comer”, dice. Su plan es instalarse definitivamente aquí, en Chepenal, y subir de vez en cuando a Quejá para recoger y vender la pacaya. Con eso y con lo que gana limpiando fincas de milpa y cardamomo mantiene a su familia.

Por ahora, el lugar no tiene ni agua potable entubada ni energía eléctrica. El agua la consiguen de la que baja por la montaña, aunque necesitarán unos tubos para acercarla a las casas. Lo de la energía es otra historia. 

La vida sigue en el nuevo Quejá, donde unas 30 familias ya levantaron su casa. Arriba, en la montaña que hace tres meses rugió, queda poco más que un cementerio obligado. El viento llegó para quedarse.

Casas en Chepenal, a media hora de Quejá, donde algunas familias se han instalado. Fotografía: Carlos Alonzo