Esta vez no lloró Elvira
Elvira Martínez perdió sus cultivos y su negocio. Su casa quedó sin muebles, puertas y ventanas. Las tormentas Eta y Iota devastaron su aldea, Creek Zarco, y meses después, las personas siguen sin agua potable y comen de donaciones. Pero, esta vez, Elvira no lloró. Continúa haciendo trabajo con la comunidad, exigiendo cambios y mejoras en un lugar donde la herida de la desigualdad y la desgracia, una vez más, es compartida.
La madrugada del 4 de noviembre de 2020, Elvira Martínez estuvo sola, sobre las láminas metálicas del techo de su garaje, durante diez horas. Llevaba días lloviendo en Creek Zarco, una comunidad del municipio de Morales, en Izabal, y las aguas de los ríos Motagua, Bobos y Chinamito habían empezado a inundar la aldea. La tormenta Eta llegaba a Guatemala.
Elvira, de 55 años, pasó esas diez horas a oscuras. No había ni señal en su teléfono ni luz eléctrica.
Desde el tejado, oteaba con dificultad las siluetas de las casas y el agua que las sumergía. La lluvia nunca se detuvo.
—¡Tu hija Vicky me está llamando! ¡Está preocupada por vos! —le gritó un vecino desde el balcón del segundo piso de su casa.
—¡Decile que estoy bien! —le respondió.
Cinco horas antes de subirse al techo de su casa, Elvira caminaba entre las calles de Creek Zarco. Avisaba a sus vecinos, de puerta en puerta, que había riesgo de inundación. Era una tarea que tenía a cargo como enlace de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred). Les recomendaba que se refugiaran en albergues habilitados fuera de la aldea.
Al principio, pocos decidieron marcharse. Ella tampoco se fue. Elvira desoyó sus propias advertencias. Ella y los demás vecinos se quedaron a cuidar de sus cosas. Temían que se las robaran. Una historia que se repetirá en varias de las poblaciones que visitamos. La gente se niega a abandonar sus casas por temor a los robos. En la comunidad se rumoreaba que algunos muchachos habían fabricado balsas para hurtar gallinas, ollas y electrodomésticos.
—El amigo de lo ajeno siempre llega por lo que queda —dice Elvira.
Sus vecinos aguantaron hasta que el agua comenzó a alcanzar los techos, cuando creyeron que las casas serían cubiertas y no tendrían donde refugiarse. Entonces se fueron a los albergues.
Ella esperó paciente sobre el garaje. Se mantuvo serena, aun sabiendo que había perdido sus camas, los sillones, dos televisores de pantalla plana, dos máquinas de coser, los roperos. Todo lo que estaba dentro de su casa y su caseta, donde solía vender sodas, frituras y carne asada.
Elvira pasó sola esa madrugada, sin sus dos hijos y el nieto con los que vive. Vicky, su hija de 32 años, había dejado su casa unas horas atrás. Había huido hacia la aldea Playitas, a unos cuatro kilómetros. Ahí una amiga la esperaba para acogerla junto con su bebé de tres meses llamado Patrik. El otro hijo de Elvira, Rafael, de 34 años, también había salido antes para resguardar a tres cerdos en un terreno alto.
—Eran un marrano y dos marranas. Una de ellas ya tuvo a sus diez crías, a la otra ya la hicimos chicharrón —dice la mujer riendo.
A las 10 de la mañana del 4 de noviembre, una lancha de un vecino llegó por Elvira.
—Yo feliz de la vida bajé del techo —recuerda.
Más tarde supo que los ríos también habían ahogado la milpa que dos semanas atrás había sembrado. Eran cultivos que estaban distribuidos en una manzana de terreno.
—Me quedé solo con la ropa que tenía puesta ese día —dice.
La amiga de su hija Vicky la recibió en su casa.
Un depósito de piedrín y arena es hoy, 16 de febrero de 2021, un centro de entrega de víveres para los pobladores de Creek Zarco, una aldea de 195 familias a poco más de 12 kilómetros de Morales, al sur del lago Izabal.
Las personas empiezan a formarse en una fila para recibir la comida que entrega la organización Techo esta mañana. Un grupo de gente espera tener una consulta con los médicos que ha llevado Fundaeco. Han pasado tres meses desde que Eta y Iota cruzaron por Guatemala.
En Creek Zarco las paredes y los árboles están cubiertos de polvo. El barro que trajeron las tormentas dejó su rastro. La comunidad hoy es un paisaje amarillento que aumenta de tonalidad con el paso de las horas, a medida que el sol brilla y calienta más.
—Acá estaba como si hubiera pasado un terremoto. En las calles había gaveteros, refrigeradoras, estufas. Todo tirado —relata Elvira, mientras observa a las personas de la fila.
Se acerca a ellos para pedirles que mantengan el suficiente distanciamiento para evitar contagios de COVID-19.
Elvira nació en el oriente guatemalteco, el 1 de marzo de 1966, en San Luis Jilotepeque, Jalapa. Llegó a Creek Zarco en 1977, con 11 años. La esperaban sus hermanos, migraron para trabajar en fincas de la región.
En las más de cuatro décadas que lleva aquí, ha visto pasar varios huracanes y tormentas, pero no en todas reaccionó con la misma calma e impasibilidad que con Eta y Iota.
—Cuando pasó el huracán Mitch lloré, esta vez no —dice después de hacer una pausa a su trabajo como voluntaria en el centro de entrega.
—¿Por qué no?
—Lo que pasa es que uno aprende. Uno aprende de la vida. Como dice una canción de Antonio Aguilar: “Ya muerto voy a llevarme nomás un puño de tierra”.
Elvira dice que las cosas que perdió hace meses pueden comprarse o reemplazarse, pero que la vida no. Además, cree que esta vez no soltó ninguna lágrima porque la desgracia fue compartida. La inundación afectó a los ricos y a los pobres de Creek Zarco, explica.
En la aldea conviven jornaleros de plantaciones de banano y campesinos que solo cultivan para su consumo, con dueños de pequeños comercios, ganaderos, agricultores que siembran para vender y personas con puestos administrativos en las fincas bananeras. A todos se les inundaron sus casas y sus tierras.
En la comunidad todos parecen conocer a Elvira. Quienes la encuentran en el camino la saludan por su nombre y otros la obedecen si les pide que mantengan su lugar en una fila o que hablen con los periodistas.
Fue presidenta del Consejo Comunitario de Desarrollo (Cocode) de Creek Zarco de 2008 a 2012. Antes, en la aldea no había Cocode. Ella y otros vecinos lo crearon para tener acceso a los programas sociales del gobierno de Álvaro Colom.
Dice que los pobladores la hubiesen vuelto a elegir presidenta si se hubiera postulado, pero hoy tiene suficiente con la organización de siete mujeres que lidera. Gracias a este grupo, cuenta, las pobladoras han recibido talleres de costura, cocina, corte de cabello y agricultura.
Elvira empezó a ganarse la confianza de la comunidad a través de las colectas de dinero para los funerales de los pobladores de Creek Zarco. Recuerda que la primera vez, hace unos 20 años, reunió Q1,200 para un hombre de la aldea que falleció en Puerto Barrios, un municipio de Izabal. Su familia no tenía dinero para traerlo de vuelta. Desde entonces lo ha hecho siempre que se lo piden.
—¡Dame una Coca-Cola y un chicharrón, por favor! —le pide Elvira a Gloria Castillo, una vecina que tiene una pequeña tienda en su casa. Hace calor en la aldea.
Gloria regresó a su casa hace apenas un mes. También perdió camas, ropa, comida y los productos que vendía.
Las dos están preocupadas porque desde las tormentas, no hay agua en la aldea. Las tuberías principales se rompieron durante la inundación. Los pobladores dependen ahora del agua que llegan a dejar los bomberos y de la que obtienen en los pozos caseros y los ríos que están a poco menos de una hora a pie.
En la aldea aseguran que la Municipalidad de Morales ofreció Q25 mil para la reparación de las tuberías, pero la cifra no es suficiente. Se requieren entre Q200 mil y Q250 mil. En Morales, el municipio donde se ubica Creek Zarco, solo el 63% de las personas tienen agua entubada, según el Censo de Población .
Intentamos comunicarnos con Mynor Portillo, el alcalde de Morales, para saber si cuenta con alguna alternativa para la demanda de esta comunidad, pero no respondió las llamadas ni tampoco nos pusieron en contacto con él en la municipalidad.
Elvira lamenta que el actual Consejo Comunitario de Desarrollo no haya encontrado alguna solución a la falta de agua. Su presidente, Rony González, dice que ha buscado el apoyo de la municipalidad, pero todavía no han tenido respuesta.
—Les hace falta ponerse vivos —dice Elvira, sobre el Cocode.
Al ver que ni la municipalidad ni el Cocode respondían a las necesidades, Elvira se ofreció a pedirle ayuda a la diputada de la Unidad Nacional de la Esperanza (UNE), Thelma Ramírez, representante de Izabal. Le dijo a los líderes de la comunidad que podía aprovechar uno de los rezos por la muerte del padre de la congresista, a los que asistía sin falta, para entregarle una solicitud escrita. Pero ellos nunca redactaron el documento.
—Uno tiene que moverse. Cuando yo era presidenta era pilas, ¿sí o no? —pregunta Elvira a Gloria, la tendera.
—¡Sí, bien! —responde convencida.
Elvira aprovecha para recordar una de sus hazañas como presidenta del Consejo Comunitario de Desarrollo. La del día que quemó un puente que ninguna autoridad reparaba. Olvidó la fecha exacta, pero asegura que ocurrió en 2010.
El puente de madera, de unos ocho metros de largo y unos cuatro de largo, estaba resquebrajado. Los pobladores temían que cayera. Elvira se cansó de esperar.
—¿Quemamos el puente? Vos tenés huevos —le dijo uno de los hombres del pueblo.
—Va, pero me echan la mano si me quieren llevar al bote —respondió ella.
—Nosotros no te vamos a dejar sola —replicó uno de sus cómplices.
Todos fueron a la arenera, el lugar donde hoy entregan víveres. Llegaron ahí para llevarse llantas de vehículos. Las colocaron una a una debajo del puente que minutos después ardía entre las llamas.
—Así vino el gobernador, la Conred, todos —dice luego de tronar sus dedos.
Nadie fue a la cárcel y un nuevo puente fue instalado, resume la mujer.
En el suelo del patio de la casa de Elvira quedan restos de lodo y pedazos de madera que un día fueron puertas y ventanas. Hay también una lavadora, baldes, ollas y zapatos que pareciera que fueron desenterrados después de varios años. La mujer y sus dos hijos empezaron a limpiar su vivienda hace un mes y medio. Aquí vive ahora. Nadie más, ni del gobierno ni de la municipalidad, llegaron a ayudar.
Dentro de la casa están hoy Vicky y su bebé, que nació en medio de una pandemia y sobrevivió a una inundación. La abuela lo dice entre la ironía y el orgullo.
En la vivienda ya tienen camas, una mesa, una estufa y un refrigerador que compraron.
La hija de Elvira muestra las marcas que el agua dejó en las paredes de block y en los parales de madera que sostienen el techo de lámina.
Vicky pide que no la fotografíen porque aún no se ha arreglado esta mañana.
—¡Antes muerta que sencilla! —grita entre risas.
Elvira no piensa irse de la comunidad. En los próximos meses espera construir un segundo piso sobre su casa para proteger sus muebles y electrodomésticos ante la posibilidad de otra inundación en el futuro.
—Pero esta vez ya no voy a comprar cosas caras —dice antes de soltar una carcajada.