El Sauce, una aldea en el Estor, Izabal, enfrenta una crisis nunca antes vista. Los pequeños ganaderos que habitan sus tierras ven morir de hambre a sus reses. Las tormentas Eta y Iota inundaron los potreros y mataron sus pastizales. Hoy además hay un gusano que no deja que el pasto vuelva a crecer.


—¡Ángel! ¡Ángel! ¡Vení para acá y pasá a estos señores al otro lado del río! ¡Van con tu papá!

Ángel tiene 10 años. Su mamá, Carmelina Ical, de 42, le grita desde la orilla del río. Su casa se encuentra a unos 100 metros. Es de madera, bloques de concreto y techos de lámina. Está construida sobre una llanura cercada por árboles. 

El pequeño aparece entre los arbustos de la ribera. Viste una camisa polo celeste, pantalones cortos de mezclilla y botas de plástico. En menos de un minuto alista la canoa para atravesar el río de unos 20 metros de ancho, de aguas cristalinas y un manto verdoso, que hoy, 18 de febrero de 2021, tiene una corriente suave.

 Ángel, en uno de los potreros de El Sauce. Fotografía: Carlos Alonzo

La aldea está en una explanada dividida en parcelas, cercadas con postes de madera, alambre de púas y árboles. Acá viven unas 30 familias. La mayoría trabaja para los propietarios de las grandes fincas de monocultivos cercanas a la aldea. 

El Sauce es tierra de ganaderos de mediana producción, los que tienen menos de 150 reses. La carne, la leche, la crema y el queso que producen los venden en el mercado y en las carnicerías de El Estor. 

Ángel sirve de guía durante 15 minutos entre los potreros hasta llegar con su papá, Armando Ayala, de 63 años. Es un hombre delgado y tiene un bigote canoso que resalta en su rostro moreno, ya marcado por las arrugas.

Armando Ayala, en uno de los potreros de El Sauce. Fotografía: Carlos Alonzo

—Soy un vaquero, vaquero, como los de antes —dice Armando, con el machete desenvainado. Unos minutos después, guiará la caminata sobre sus terrenos y los de sus vecinos.

Ángel lo sigue sin perderle el paso, bajo el sol de mediados de febrero. No hace falta moverse para que el sudor empiece a correr. 

Armando tiene 20 manzanas de terreno: unas 14 hectáreas.

En los potreros, el pasto que hay es amarillento y no verde, como debería ser en esta época del año. Tampoco tiene un metro de altura. Decenas de reses deambulan sobre una hierba escasa que apenas brota del suelo. Están flacas. Algunas se levantan con dificultad. Son puro hueso.

—A mí me da vergüenza mostrar esto —dice Armando. Su voz fuerte, de vaquero, se quiebra—. Nunca habíamos llorado como esta vez.

 Las vacas de Armando Ayala pastan en uno de los potreros. Fotografía: Carlos Alonzo

Los potreros están atravesados por el río Sauce y el río Zarco y limitan además con el lago Izabal al sur.  

Las lluvias de las tormentas Eta hicieron crecer ríos y el lago e inundaron los potreros de El Sauce en horas. Las aguas hicieron que los ganaderos de la región sacaran a las reses a rastras el 4 de noviembre. 

Ese día, Armando salió de su casa y cruzó el río Sauce. Amanecía y diluviaba en la aldea. Del otro lado estaban sus 72 reses. La corriente empezaba a crecer y a arrancar árboles. No se parecía nada al río que su hijo atravesó hoy.  

—El ganado casi nadando salió. Buscamos extravíos donde pudieran caminar en tierra firme. El agua no paraba. 

Nadie, ni de la municipalidad ni de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred) les había advertido de que el agua podría cubrir todos sus terrenos y de que podría sobrepasar los dos metros en algunas zonas. Tampoco nadie llegó a asistirlos.

A Armando, sus vecinos le ayudaron a llevarse a sus animales. Con lazos, guiaron a algunas vacas para que el resto las siguiera. El agua para entonces ya llegaba a las barrigas de las reses.

Después de alejarlas del lugar inundado, Armando y sus vecinos buscaron terrenos fuera de El Sauce. Intuían que el agua tardaría en irse, y así fue. 

Aunque la corriente del río volvió rápido a su cauce habitual, los potreros de El Sauce demoraron casi dos meses en absorber el agua. Los pobladores se vieron obligados a alquilar parcelas que están a una hora a pie de la aldea. Por cada animal les cobraron Q50 mensuales.

Esa fue apenas el principio de la crisis de los ganaderos de El Sauce. 

Pasto muerto y un gusano

La inundación mató el pasto. Los ríos además arrastraron una arena clara, que cubre el terreno, irradia el calor del sol y ahora impide que la hierba crezca de nuevo. 

—Todos los terrenos que están cerca de la ribera quedaron inservibles, solo quedó ese arenal que sirve para repellar las paredes de las casas —dice Armando.

María Fernanda Rivera, ingeniera agrónoma, explicará después que la arena de los ríos que cubrió los potreros es infértil y no retiene la humedad que se necesita para que los cultivos crezcan.

Además, los vecinos creen que el agua hizo que el gusano cogollero, que se conoce científicamente como spodoptera frugiperda, llegara a los potreros. Suponen que las corrientes esparcieron a esta larva que invade, sobre todo, las plantaciones de maíz y, ahora, los pastizales de El Sauce. 

Pequeñas larvas del gusano cogollero. Fotografía: Carlos Alonzo

Rivera puntualiza que este insecto pudo estar ahí antes de las tormentas y luego reproducirse masivamente cuando terminaron. Dice que es algo común después de un tiempo prolongado de lluvias.

En Agencia Ocote consultamos al Ministerio de Agricultura, Ganadería y Alimentación acerca de esta posible plaga. Ofrecieron dar una respuesta pronto, pero nunca llegó. José Ángel López Camposeco, el ministro a cargo de la cartera, aseguró que nos daría una entrevista, pero al cierre de este texto no concretó una fecha para la misma.

En su informe de daños de Eta y Iota no mencionan ningún gusano, a pesar de que en comunidades de Izabal y de Alta Verapaz las personas comentaron que después de las tormentas, sus cultivos se vieron afectados por este animal.

Lo cierto es que hoy, en El Sauce, los gusanos exterminan el pasto que los ganaderos, persistentes, han vuelto a sembrar. Se comen la hierba y la deterioran. La dejan de un color amarillento antes de que termine de morir. 

—No hemos podido acabar con ellos. No todos podemos fumigar al mismo tiempo. Yo puedo hacerlo hoy, pero mi vecino no. Es por eso que después vuelven a pasarse a mis terrenos y matan el pasto.

Cada día, las vacas pierden más peso. De las 72 reses que Armando tenía cuando llegaron las tormentas, tres ya murieron por desnutrición. En sus tierras, los pastizales no han sido suficientes para mantenerlas de pie y menos para engordarlas.

—Esa será la siguiente que va a morir —dice Armando mientras señala a una vaca de pelaje blanco. Las costillas sobresalen en su piel.

La vaca moribunda tuvo una cría hace unas semanas, pero Armando decidió llevar a la ternera con otras para que la alimentaran. Que su madre la amamantara hubiese significado que muriera de inmediato.

Una de las vacas de Armando. Fotografía: Carlos Alonzo

Hoy, los animales sobreviven con el poco pasto, el coquillo —un concentrado para reses— y las hojas de los árboles de mazapán, maricacao y mangos que Armando ha estado obligado a podar de una arboleda suya, que medirá el equivalente a una cancha de fútbol.

—Cada vez que venía a trabajar disfrutaba de ver este bosque que yo mismo levanté. Nunca pensé en tocarlo porque se miraba hermoso entre todos los potreros, pero ahora lo he tenido que cortar para que el ganado coma. Ahí siguen los esqueletos de los árboles. No los he quitado para que puedan comer hasta la última hoja —dice. A medida que se avanza entre sus potreros aparecen más reses desnutridas. Explica que en esas condiciones nadie las compra.  

Armando trabaja en la crianza de ganado desde 1976, cuando tenía 18 años y fue contratado en la finca de un militar en El Estor. La finca cambió de propietario y en 2003, el nuevo dueño, un civil, decidió venderle parte de los terrenos para que empezara su propio negocio. Durante todo este tiempo, nunca atravesó una crisis como la de hoy.

—Ni siquiera fue así para el Mitch —dice del huracán que en 1998 dejó al menos 268 muertos, arrasó con cultivos y carreteras en Guatemala y afectó a 14 de los 22 departamentos.

Historias como la de Armando se repiten a lo largo de El Sauce. Los potreros de los hermanos Luis y Jaime Saucedo están vacíos. Su familia tiene 32 reses, pero todavía se encuentran en un terreno alquilado donde hay pastizales, a una hora a pie de El Sauce. En sus tierras quedó solo arena, y en los alrededores la plaga lo acecha. La falta de comida ha matado a seis de sus vacas.  

—Fue tremendo. Nosotros esperábamos que pasaran las llenas y cuando así fue nos topamos con otro monstruo. El gusano mató el pasto que empezaba a crecer —dice Jaime—. Da pena escuchar a las vacas. En las tardes y en las noches empiezan a berrear por la comida. Es muy triste.

Del otro lado del río, camina Eliel Trigueros, un muchacho de 18 años.

Eliel Trigueros cruza el río en una barca. Fotografía: Carlos Alonzo

Su familia también se dedica a la crianza de reses en El Sauce. Las tormentas afectaron las 44 manzanas (más de 30 hectáreas) de terreno que usaban para el ganado. Hasta ahora, han visto morir por desnutrición a seis de sus vacas. Tenían 120 reses antes de la tormenta pero, para evitar más pérdidas por desnutrición, decidieron vender 50.

Las tormentas trajeron más gastos con los que las familias no contaban. Las aguas crecidas de los lagos y de los ríos arruinaron los cercos. Pudrieron la madera y oxidaron los alambres. Hubo que comprar pesticidas, medicamentos y el concentrado para alimentar a las vacas.

—Lo que queremos es que el MAGA venga y que nos traiga un ingeniero agrónomo y un veterinario. Que nos digan cómo controlar la plaga y cómo alimentar de mejor forma al ganado —dice, mientras el sol se oculta en El Sauce.

Pero, por ahora, del MAGA no ha llegado nadie. Consultamos en el ministerio acerca de las solicitudes de los ganaderos, pero al cierre de esta nota no habían dado respuesta. 

De la municipalidad de El Estor tampoco los visitaron. José Joel Lorenzo Flores, el alcalde, no contesta las llamadas y en su oficina tampoco responden.

 Armando frente a una plantación de pasto de sus vecinos. Fotografía: Carlos Alonzo

Armando no quiere que le regalen el concentrado ni los medicamentos para las vacas. Tampoco insecticidas. No está acostumbrado a recibir nada del Estado. Lo que desea es que las autoridades les vendan los insumos a precios bajos, para que pueda salvar a su ganado que allá, del otro lado del río, se muere de hambre en los potreros.