Las tres tempestades del pescador
Fue acusado por defender un lago. El mismo que en noviembre de 2020, con las tormentas Eta y Iota, creció, se desbordó, inundó su casa y lo mató todo: sus pollos y sus cultivos. Cuando esperaba que el agua se fuera, asesinaron a su yerno. Esta es la historia de las tres tormentas de Tomás Ché, un pescador de El Estor al que un lago le da la vida y también se la ha quitado un poco.
El lago de Izabal hoy no es el monstruo que creció sin control y devoró casas, animales y cultivos en noviembre del año pasado. Sus aguas apenas balancean la maleza que está en la playa del barrio Zapotillo.
Esta comunidad se encuentra a unos diez minutos en vehículo del centro de El Estor, Izabal. Algunas calles están pavimentadas y otras aún son de terracería. Allí viven unas 350 familias —pescadores, obreros y agricultores—, en casas de bloques de cemento, de bambú o madera. Los techos de casi todas son de láminas metálicas.
A menos de una cuadra de la ribera del lago de Izabal, debajo de la sombra de dos almendros, está Tomás Ché Cucul, sentado en una silla plástica. Tiene 45 años y lleva viviendo toda su vida en este lugar.
El pescador dice estar decepcionado de los periodistas. Ha hablado con muchos y no cree que haya servido de algo.
—Siempre vienen aquí, me entrevistan y luego no pasa nada.
Pero hoy acepta hablar con uno más. Eso sí, subraya que no fue a pescar como todos los días para atender esta entrevista.
Hay tres tempestades que han marcado la vida de Tomás. Enfrenta un proceso judicial por haber participado en una protesta en donde acusaban a la Compañía Guatemalteca de Níquel por la contaminación del lago, las tormentas del año pasado lo dejaron sin nada y semanas después, en diciembre, su yerno fue asesinado en el parque central de El Estor.
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El 4 de noviembre del año pasado, con la llegada de Eta, empezó la crecida del lago. Sus aguas se desbordaron dos semanas después con el paso de Iota. Alcanzaron la casa del pescador.
—Perdimos todo, el huracán nos sacó de nuestra vivienda —dice.
Tomás no recuerda la fecha en que su casa empezó a llenarse de agua, pero no olvida que eran las 10 de la noche cuando tuvo que salir con su esposa Elvira. El agua empezó a entrar de golpe y creyeron que los cubriría en pocos minutos.
No había electricidad. Los dos caminaron en la oscuridad hasta llegar a la casa de su hija Sandra Julisa, que vive a una cuadra de sus padres. Viven ahí desde esa noche.
—Solo pudimos sacar un poco de ropa, nuestras camas ahí se quedaron.
Su casa, de paredes de varillas de bambú, con techo de láminas de metal y suelo de tierra, estuvo bajo el agua durante un mes. La vivienda sigue de pie, pero dentro no hay un solo mueble.
A Tomás le tocará rehacerla sin ayuda de la municipalidad, ni del gobierno. Nunca llegaron al lugar. Tendrá que cambiar cada una de las varillas que hasta hoy continúan pudriéndose. El bambú que necesita lo recogerá en la ribera del río Polochic, que queda a una hora en carro del barrio Zapotillo. Para traerlo deberá contratar un vehículo que lo lleve hasta allí.
Primero, ha decidido limpiar el área donde cultivaba y el corral donde criaba pollos. El terreno junto a su casa, en el que plantaba banano, limones y hojas de maxán está desolado. Es del tamaño de una cancha de básquetbol. Tomás explica que sería inútil volver a cultivar algo en este momento. La arena no dejaría que los cultivos retoñen.
En uno de los extremos de esta pequeña parcela hay un gallinero destartalado.
—Acá teníamos como cien pollos de engorde. Ya pesaban unas tres libras cada uno. El agua se los llevó. —La corriente también ahogó dos cerdos.
Tomás no ha podido llenar el corral de los animales que solía vender después en el mercado de El Estor. No tiene dinero ahorrado. Cada polluelo cuesta Q5.50 y para criar 100 se necesitan, durante dos meses, 12 quintales de concentrado que tienen un precio cada uno de Q125. En total serán Q2,050.
Hasta ahora, el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Alimentación (MAGA) ha entregado 25 libras de maíz y 25 libras de frijol para sembrar a 5,400 familias de las 410,529 afectadas en Izabal, el departamento donde se encuentra El Estor. La institución no entregó los datos segregados por comunidades.
Tomás volvió a pescar un mes después de las tormentas. El agua se había llevado sus redes. Hoy tiene unas que compró y otras que prestó.
Cada día rema durante una hora para lanzarlas. En una jornada consigue pescar entre 15 y 20 libras de mojarras, de chuntes o de palometas. Por cada pez le pagan entre 6 y 10 quetzales.
Algunas noches duerme dentro de su cayuco para evitar que otras personas le roben las mallas mientras están sumergidas llenándose de peces.
Tomás es pescador desde los 12 años. Heredó el oficio de su papá. Cuando era niño, las redadas de un solo día llegaban a pesar hasta 100 libras. Esos tiempos, dice, quedaron atrás. La contaminación en el lago terminó con muchos de los peces. Una de las culpables, según el pescador, es la Compañía Guatemalteca de Níquel (CGN), la mina que opera en El Estor desde hace 50 años.
La corporación ha negado los señalamientos y ha asegurado que se rige por estándares internacionales. En su política ambiental, la compañía dice cumplir con la legislación nacional y hacer un uso responsable de los recursos naturales.
En 2017, la CGN fue señalada por la gremial de pescadores de provocar una mancha roja en el agua del lago. Tomás y sus compañeros, que forman parte de esta asociación, salieron a protestar y bloquearon la carretera que conecta con la minera.
El 27 de mayo de ese año, los agentes antimotines llegaron a dispersarlos. Hubo un enfrentamiento. Se lanzaron piedras de un lado y bombas lacrimógenas del otro. Disparos. Una bala atravesó el corazón de Carlos Maaz, uno de los compañeros de Tomás.
Hasta hoy no hay ningún acusado por la muerte de Carlos Maaz. Los únicos que terminaron en el banquillo de un juzgado fueron un periodista y cuatro pescadores, señalados del delito de instigación a delinquir. Tomás fue uno de ellos. El Ministerio Público aseguró que incitaron a un grupo de personas a detener a trabajadores de la minera y dañar vehículos de la compañía.
El pescador saca de su bolsillo un pequeño cuaderno en el que anota números telefónicos y fechas. En su libreta quedó registrado que las últimas audiencias del caso fueron en el 2019. Desde entonces está estancado.
La última audiencia fue el 19 de octubre de 2019. Ese día Tomás y los otros pescadores esperaban saber si enfrentarían un juicio o no. Pero la fiscalía pidió que el caso se archivara temporalmente para continuar las investigaciones. El juzgado aceptó, pese a que los abogados defensores solicitaron que fuera cerrado, ya que se había demostrado que no existían pruebas contra ellos.
Un año y medio después, las objeciones que se presentaron contra el fallo no han sido resueltas. La pandemia de COVID-19 y los retrasos judiciales de siempre mantienen a Tomás y a los otros pescadores ligados a proceso penal.
—No hay pruebas contra nosotros y aun así nos persiguen —dice Tomás.
Su desconfianza en el sistema de justicia aumentó aún más después de las tormentas. El agua apenas empezaba a salir de su casa cuando mataron a su yerno.
Amanecía. Era el 7 de diciembre. En el parque central de El Estor, Edin Choc, de 21 años, esperaba el bus que lo llevaría a Río Dulce, a 57 kilómetros, donde trabajaba como ayudante de albañil. Ahí, recibió cuatro balazos. Dos en el cuello y dos en la cabeza.
Edin era esposo de Sandra Julisa, la hija de Tomás. Tenían la misma edad.
En su teléfono celular, Sandra guarda una fotografía del día que murió Edin. En la imagen aparece él tumbado en el pavimento. Tiene una camiseta blanca manchada de sangre y en su espalda carga una mochila.
En el bolsón llevaba maíz, frijol y arroz que le servirían como alimento en los siguientes 12 días, después de haber descansado un par de jornadas en casa. Era su rutina de siempre. Visitaba a su familia y luego volvía a trabajar en casas particulares por casi dos semanas.
Mientras Sandra muestra la fotografía, su hija duerme en un hamaca que cuelga dentro de la cocina, construida con varillas de bambú. La bebé todavía no tiene un nombre, aún no está inscrita en el Registro Nacional de las Personas. Lo más probable es que se llame Julissa, como ella. Nació en octubre del año pasado, un mes antes de la llegada de las tormentas y dos meses antes de la muerte de su padre.
—Él no tenía vicios, no tomaba —dice Sandra. Lo repite dos veces.
El cuerpo de Edin fue recogido cinco horas después. La fiscalía tardó en llegar.
Dos meses después de la muerte de su yerno, Tomás cree que no darán con los responsables. No sabe quién pudo matar a Edin. Tampoco cree que consigan identificar a los hombres que rondaron en motocicleta cerca de su casa, unos días después del asesinato.
***
Tomás y su esposa todavía viven en la casa que compartían Sandra y Edin. Su hija los acogió cuando llegaron las tormentas. Tuvieron más suerte que sus vecinos, que montaron una carpa en la entrada principal de la comunidad, donde fueron dañadas al menos 30 casas.
Las familias menos afectadas en el barrio Zapotillo se encargaron de la alimentación de los demás.
—La gente de buen corazón nos ayudó —cuenta Tomás.
—¿Y el gobierno o la municipalidad?
—No —zanja.
La Municipalidad de El Estor, hasta hoy, no da una respuesta sobre los planes para los vecinos afectados por las tormentas. José Joel Lorenzo Flores, el alcalde, tampoco contesta las llamadas, ni en su teléfono ni en la alcaldía.
—Poco a poco vamos a ir saliendo —dice el pescador, poco convencido.
Tomás sabe que no puede esperar mucho de las autoridades en ninguna de sus tres tempestades.