Una corriente de agua mató a ocho integrantes de una familia y destruyó la vivienda de sus vecinos durante el paso de la tormenta Eta en la aldea Palop de Nebaj, Quiché. El huracán además dejó una grieta en la montaña donde vivían que hoy impide que cultiven y críen a sus animales. 


Gaspar Velasco, de 47 años, y su hijo Jacinto, de 13, despertaron pasados unos minutos de las seis la mañana del 5 de noviembre de 2020. Querían abrir una zanja en la tierra, a 100 metros de su casa, para que el agua de las lluvias pasara de largo y no llegara a su vivienda, que se encuentra en medio de una pendiente. Cargaban piochas y palas para realizar el trabajo. 

Gaspar y Jacinto apenas empezaban a trabajar en el canal cuando una corriente de agua empezó a descender a toda velocidad desde la cima de la montaña. La corriente era un río enorme y violento, bajaba sobre esta zona de la aldea porque era la más inclinada.

La vivienda de Gaspar y Jacinto está en Palop, una aldea del municipio de Nebaj, Quiché, en el occidente de Guatemala. Es una comunidad conformada por 891 personas, casi todas ixiles. La mayoría de las casas están dispersas sobre montañas empinadas. Para los vehículos es imposible subir algunas calles y las personas solo pueden hacerlo a pie o a caballo. 

El día anterior, el 4 de noviembre, la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred) y la municipalidad de Nebaj, habían pedido a los pobladores de Palop, través de llamadas a los líderes comunitarios, que estuvieran alerta y evacuaran si las lluvias aumentaban. No les dio tiempo.

Fotografía: Carlos Alonzo.

Esa mañana del 5 de noviembre, además de la corriente de agua, se empezaron a sentir unos temblores. Jacinto corrió despavorido a su casa. Su papá, Gaspar, trató de seguirle el paso, pero no pudo. Decidió resguardarse en una colina mientras su hijo se adelantaba. 

En la casa todavía estaba su mamá, sus cuatro hermanas y su sobrino. 

Cuando Jacinto llegó y gritó que salieran, su mamá, Elena Pérez Bernal de 55 años, todavía dormía. El muchacho temía que los temblores provocaran un deslave o que la corriente de agua los arrastrara. La familia se vistió de prisa y todos salieron bajo la lluvia. 

Desde la colina, Gaspar, desesperado, gritaba que salieran. El agua estaba a punto de llevarse dos camiones en un camino situado en una parte más alta de la montaña. 

Ninguno lo escuchó. El sonido del agua que caía del cielo y corría por la montaña ahogaba su voz. El sobrino de Jacinto, Pedro Israel Pérez Velasco, de siete años, fue el primero en ver los camiones asomarse sobre ellos. Los gritos del pequeño fueron el detonante para que Jacinto, su mamá y sus hermanas corrieran. Huyeron, sin ropa, sin comida, hacia una loma a 50 metros de su casa, a donde la corriente de agua no había llegado. 

El primer camión pasó al lado de la vivienda de Jacinto y Gaspar, sin provocar ningún daño. El segundo derribó la cocina de madera. Desapareció la mesa, el poyo, la leña, el trastero y los platos. También se llevó el lavadero. 

La corriente traía además troncos de árbol. Dos de ellos cayeron sobre los dormitorios de madera que los camiones habían dejado en pie. Las camas y roperos quedaron destrozados.

Fotografía: Carlos Alonzo.

El torrente de agua se bifurcó. Una corriente destruyó la vivienda de Gaspar y Jacinto. La otra fue la que mató a una familia. 

A la familia Matóm López se la llevó el agua

Cuando Jacinto corría a su casa para avisar a su familia, en la vivienda de enfrente, sus vecinos, alertados por el ruido y los temblores, se levantaron de sus camas y salieron de sus dormitorios para refugiarse en la cocina. Eran 10, los integrantes de la familia Matóm López. Creyeron que en la cocina estarían a salvo porque la corriente de agua pasaba solo al lado de los cuartos.

Para su mala suerte ocurrió lo contrario. La correntada creció y reventó la cocina con todos ellos dentro. Las habitaciones quedaron intactas. Cecilia, de 26 años, sus papás, sus cuatro hermanos, sus dos cuñadas y su hija fueron arrastradas colina abajo. 

Cecilia, que tiene discapacidad auditiva y del habla, logró aferrarse junto con su hija Catarina, de siete años, a la tierra, a las ramas de árboles, a la raíces, a lo que podían. Golpeadas, las dos sobrevivieron. El agua se llevó a los demás. Los arrastró hasta el río Palop, que está a poco más de un kilómetro de su casa, montaña abajo. 

En el espacio en el que un día hubo una cocina, solo quedaron tablones de madera resquebrajados, mazorcas de maíz, platos de plástico y la canasta para ir al mercado.

Magdalena es la otra hermana de Cecilia. Tiene 18 años. Ella también sobrevivió porque no estaba en casa cuando todo ocurrió.

Una parrillera, un autobús con franjas amarillas y verdes, llega a una pequeña iglesia evangélica en Polop. Decenas de personas descienden. Vinieron para asistir a la pedida de mano de una joven de la comunidad. Es 11 de marzo de 2021 y han pasado cuatro meses desde las tormentas Eta y Iota. 

Una de las invitadas al festejo es Magdalena Matóm. Tiene el pelo rizado, ojos rasgados y sus mejillas se inflan cuando sonríe. Tienen el rubor rojo que deja el frío de la zona. La celebración la tiene animada. 

 Magdalena Matóm, en Palop. Fotografía: Carlos Alonzo.

Una semana antes de que la corriente de agua se llevara a su familia, Magdalena se había ido de casa porque empezaría su primer trabajo. Le pagarían por cocinar en una casa en San Francisco Javier, una comunidad que queda a tres kilómetros —una hora a pie— de Palop.

—La última vez que estuve con mis papás fue una noche antes de viajar a mi nuevo trabajo —cuenta Magdalena. Fue el lunes 26 de octubre.

Su teléfono no dejó de sonar la mañana del 5 de noviembre. Eran llamadas y mensajes de texto. Todos con la misma noticia: su familia había sido arrastrada por el agua de las tormentas. Sola, emprendió bajo la lluvia la caminata de regreso a Palop. Creía que aún encontraría a su familia con vida.

—Llamaba a mis papás, a mis cuñadas, pero ninguna llamada entraba —relata. 

Magdalena caminaba apurada con el teléfono pegado a la oreja. Nadie contestaba. Consiguió avanzar durante veinte minutos. El camino estaba bloqueado por deslaves. No le quedó de otra que regresar a San Francisco Javier.

—Al otro día volví a buscarlos, pasé los derrumbes con miedo, qué más me quedaba —dice.

En los últimos cinco kilómetros de terracería antes de llegar a Palop, todavía hoy se ven los deslaves en las montañas de la aldea. Al menos, hay diez. Algunos empezaron desde las cimas, otros en las faldas.

Magdalena llegó a la mañana siguiente. Donde solía estar la cocina solo halló pedazos de madera y mazorcas. También vio el lavadero que se aferraba a una pendiente. Su casa y la de sus vecinos Jacinto y Gaspar habían sido las únicas destruidas en esta zona de Palop, aunque otras viviendas también sufrieron daños. 

Sus amigos, primos, tíos y otros feligreses de la Iglesia de Dios Evangelio Completo la esperaban para empezar la búsqueda de los restos de su familia. No recuerda que hubiera alguna institución en la zona.

—Ese mismo viernes encontramos a dos, el sábado a otros dos y el domingo a dos más. De ahí encontramos a otro de mis hermanos hasta el 14 de diciembre. Los encontraron a todos ellos, pero solo eran pedazos. Eran mis papás, mis hermanos y mis cuñadas. No encontramos a mi hermanita de 11 años —dice Magdalena.

 Magdalena muestra una fotografía de su madre, antes del deslave. Fotografía: Carlos Alonzo.

Los cuerpos aparecieron a lo largo del río Palop, que está a un poco más de un kilómetro de la casa de la familia de Magdalena. La comunidad los buscó bajo lloviznas, entre las piedras, el lodo y los árboles que las tormentas botaron en la ribera. 

A sus padres los enterraron el 7 de noviembre, un día después. La despedida fue transmitida por medios de comunicación locales. El blanco de la neblina que cubría los árboles que rodean el cementerio contrastaba con el rojo de los huipiles, los cortes y las fajas de las mujeres ixiles que acompañaron el sepelio. El llanto de los asistentes aumentó cuando una decena de hombres preparó sus azadones. Estaban listos para cubrir con tierra el agujero en el que fueron colocados los ataúdes de los papás de Magdalena. Las alabanzas cristianas apenas se escuchaban. 

Los funerales de sus hermanos y cuñadas se hicieron los siguientes días. 

Magdalena, Cecilia y Catarina vivieron dos meses en Salquil, una aldea contigua a Palop. Una tía las acogió en su casa. Hoy están en la de su abuelo, que vive a tres cuadras de su casa destruida.

Las tres se marcharán —aún no saben cuándo— a una casa que su papá construyó en septiembre del año pasado en otro terreno, donde sembraban maíz y frijol. Queda a media hora a pie de la aldea. Tampoco saben de qué vivirán. 

Magdalena no continuó en el trabajo que empezaba en noviembre porque debe cuidar de su hermana y de su sobrina. No dice si el padre de la niña ha estado siempre ausente, si falleció, si migró o si no se ha querido hacer cargo de ella. Solo cuenta que a Catarina la han criado solas desde que nació.

En Nebaj, 22 mil personas fueron afectadas por las tormentas Eta y Iota. La Conred registró a ocho personas fallecidas y dos desaparecidas en este municipio. 

En la aldea, después del paso de Eta y Iota, las autoridades de la comunidad contaron 10 casas destruidas y 53 dañadas. En cambio, la municipalidad registra cifras distintas: siete con daños severos, dos con daños moderados y 103 con daños leves. La mayoría de la población, dedicada a la agricultura, perdió cultivos de maíz y frijol. 

De las tres escuelas de primaria y el instituto de secundaria que hay en la aldea, sólo una de las instalaciones sufrió daños en el techo, al igual que el puesto de salud, que es atendido por tres enfermeros.

La grieta

La corriente de agua desapareció ese mismo 5 de noviembre, pero dejó una marca en la montaña. Es una grieta de unos 500 metros de largo. En algunas partes llega a tener una profundidad de dos metros. En el fondo se observan grandes rocas grisáceas.

 Profundidad de la grieta de PalopFotografía: Carlos Alonzo.

La tierra quedó partida. De un lado quedó la casa de Gaspar Velasco y del otro lado la de la familia Matóm. 

En el suelo marcado por la grieta, Gaspar solía sembrar maíz y pasto, que usaba para alimentar a las ocho ovejas que tenía. Hoy sólo conserva dos de ellas. La corriente de agua se llevó al resto. También arrasó sus cultivos de papa, de repollo, de arveja, de tomate y sus manzanos.

La fisura empieza en los terrenos de Gaspar y termina en los de Genaro Hernández, otro vecino de Palop. Es un señor que aparenta unos 50 años. No quiere hablar con ningún periodista. Si alguien debe responder, dice, son las autoridades que no han hecho nada por ellos. 

Gaspar está de pie a dos metros de la grieta. Secunda a Genaro: ninguna autoridad les ha dado apoyo. 

—El alcalde municipal nunca se ha acercado acá. Nunca ha dado la cara. Nosotros estamos tristes porque no sabemos qué hacer. Ningún funcionario nos ha visitado —dice. 

“Debo ser realista. Hasta ahora solo hemos coordinado la ayuda que han dado las entidades internacionales y las empresas, como comida y reparaciones de tuberías de agua”, dice Virgilio Bernal Guzmán, el alcalde de Nebaj. 

El 9 de noviembre, la municipalidad informó de una entrega de alimentos y ropa para la comunidad. En la publicación en su sitio web detalla que fueron donaciones de diferentes instituciones y vecinos de Nebaj. 

En un documento de la municipalidad, llamado Impacto de Huracanes Eta y Iota en Nebaj, se estima que son necesarios Q85,500 para la reparación de tuberías dañadas en Palop y Q74 millones para la construcción de 2,500 casas destruidas en todo Nebaj. 

En los registros de Guatecompras, de noviembre a mayo, no aparecen gastos realizados por la municipalidad para los habitantes de Palop que fueron afectados por las tormentas. Solo viáticos para personal de la alcaldía que viajó a verificar los daños y alimentos para los rescatistas y voluntarios de diferentes instituciones.

Bernal asegura que hasta el momento ha sido imposible ejecutar el presupuesto de la municipalidad, debido a la oposición de los concejales. El alcalde además explica que desde finales del año pasado no ha recibido respuesta del gobierno central sobre las necesidades que tienen, que fueron incluidas en el informe sobre el impacto de las tormentas en el municipio.

Gaspar Velasco a un lado de la grieta de Palop. Fotografía: Carlos Alonzo.

—No tenemos donde vivir. Mis hijas tienen miedo de regresar y nos estamos quedando sin dinero. Estamos de brazos cruzados —lamenta Gaspar.

Él vive ahora en la casa de su hija Juana Velasco Pérez, de 26 años. Aún no sabe dónde construir una nueva vivienda ni cómo conseguir el dinero para pagarla. Al igual que Magdalena, este año debe comprar maíz y frijol porque las tormentas Eta y Iota pudrieron los suyos.